Publicado en: 15/02/2025 Eduardo Lowcewicz Comentarios: 0

“…Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en que los niños no caigan a él. Si corren y no ven adonde van debo salir de alguna parte y atraparlos…” J.D.Salinger – El guardián del centeno.

 

Al atravesar la verja de hierro, salpicada por algunas manchas de óxido entre las incontables capas de pintura que se habían acumulado a través de los años, los fuertes rayos del sol de la mañana hirieron mi vista. Avancé algunos pasos entrecerrando los ojos, el brillante resplandor desdibujaba los verdes contornos de la placita sumiéndolos en una especie de vibración luminosa. El sopor de haber pasado la complicada noche en vela se iba desvaneciendo lentamente dejándome el agrio gusto de la angustia. Traté de centrar mis pensamientos aunque sea por algunos momentos en la brisa tenue y perfumada de la primavera y en el verde intenso que me iba envolviendo.

 

Me acerqué caminando lentamente a un banco que se encontraba bajo la sombra de un fornido plátano. Al sentarme encendí un cigarrillo, parecía que había pasado una eternidad desde el ultimo que recuerdo haber saboreado, justo momentos antes de la crisis. Mientras las volutas de humo se iban disolviendo en el aire miré a mi alrededor reconociendo la forma particular de esa plaza que me intrigó desde que era niño cuando vivía en el barrio y teníamos prohibido acercarnos.

Para los que no la conocen está en el cruce de dos calles tranquilas en el que una pequeña rotonda hace de centro y unión entre las áreas verdes de cada una de las cuatro esquinas. Una gran plaza cuadrada cortada en cuatro por dos calles. Siempre pensé que el que la diseñó no pensó en los niños, para los cuales esas calles son especie de barreras cuando tienen que ir a buscar una pelota, o cuando andan en bicicleta.

Y lo mas llamativo es que sus limites son las medianeras de las casas que hay a su alrededor. En uno de sus laterales está la vieja casona donde funciona el instituto psiquiátrico al que jamás pensé que iba a conocer por dentro.

 

Recuerdo la primera vez que fuimos con mi amigo Toni, habremos tenido unos 12 años, era verano y estaba aburrido en mi casa en la sagrada hora de la siesta cuando sentí un silbido desde la vereda, ese silbido que formaba parte de nuestra comunicación secreta. Me asomé entreabriendo suavemente la puerta para no despertar a mis viejos.

Ahí estaba, montado en su bicicleta amarilla rodado 20 que ya le quedaba chica, sus ojos grandes y saltones sobresalían de su cara angulosa mirándome con impaciencia.

– Vamos -me dijo decidido.
– A donde querés que vayamos, es la hora de la siesta.
– Dale andá a buscar la bicicleta. Te espero.
– Callate que vas a despertar a todo el mundo. Ya salgo
– Bueno, pero apurate.

Cuando se le ponía algo en la cabeza no había forma de que cambiara de opinión, y todo tenía que ser ya. Era testarudo como un burro.

Saqué mi bici que estaba en el pasillo tratando de hacer el menor ruido posible, hasta levanté la rueda trasera para que no se escuche el rozar de la cadena.

Una vez afuera salimos pedaleando hasta la otra cuadra donde frente a un terreno baldío, que habíamos convertido en nuestra cancha de futbol después de largos días de sacar los yuyos y la basura acumulada. Ahí podíamos hablar como se nos diera la gana sin peligro que nos escuchasen.

Sin bajarse, se acomodó la visera de la gorra y los mechones rebeldes de su pelo oscuro que caían sobre su frente amplia. Esbozó esa sonrisa seductora que me provocaba una especie de envidia cuando se la dirigía a las chicas del barrio que se quedaban embelesadas mirándolo. A mi nunca me salía como a el.

– Bueno, vamos -me dijo.
– ¿Me podés decir adonde vamos?
– A la Placita de los Locos.
– ¡Estas de la nuca! Sabes que lo tenemos prohibido. Ninguno de nuestros amigos se ha acercado jamás. Todos los viejos dicen lo mismo: No vayan a la placita.
– ¿Y alguna vez te dijeron porqué?
– Lo mismo que te dijeron a vos, que hay un loquero y que esos tipos andan caminando por ahí.
– Sí, ya me tienen aburrido con tantas prohibiciones. De donde sacan que puede ser peligroso. Si fuera tan así estarían las calles cerradas. No dejarían pasar a nadie.
– Pero a mí me da miedo. Por algo será que nos lo repiten cada vez que salimos a andar en bicicleta.
– Tendrán miedo de que esos los locos nos resulten mas interesantes y divertidos que ellos. Que se yo. Dale, vamos a investigar.
– No me jodas. No tengo ganas. Ya te dije que me da miedo.
– Dale, no seas cagón.

Odio que me digan eso, me pone furioso, no me la banco, y Toni lo sabía muy bien, lo hacía a propósito para provocarme, y lo peor de todo es que lo lograba. Lo miré enojadísimo y agarrando con fuerza el manubrio de la bici le dije:

– ¡Vamos!
– ¿Y si no hay nada que valga la pena?
– ¡No me jodas Toni! Me resultaba insufrible cuando empezaba con esas idas y vueltas. Cuando después de estar super decidido, de convencernos para hacer algo que nos parecía en un primer momento descabellado, empezaba con sus dudas. Era como si el gran interés que lo impulsaba con firmeza se apagara una vez que había conseguido convencer a los demás, y ahí empezaban sus titubeos.

 

Las calles estaban desiertas, el sol pegaba fuerte ablandando las juntas de brea de la calzada que nos dejaban algunas manchas negras pegadas en las cubiertas. Los plátanos frondosos y muy espaciados no alcanzaban con su sombra a darnos un respiro.

A medida que nos acercábamos a la placita sentía las piernas cada vez mas pesadas, parecía que los pedales se iban poniendo mas duros, como cuando se aprietan de a poco los frenos. De vez en cuando miraba hacia abajo para ver si la brea de las juntas no iba pegando las ruedas al pavimento.

El flaco con su pedalear desgarbado, casi cómico en esa bici que le quedaba chica, se me había adelantado casi media cuadra. Parecía que la ansiedad de ver superaba sus vacilaciones.

– Che, esperame, le grité olvidando que era la siesta.

Miró para atrás, un poco sorprendido por la distancia que me había sacado. Pero no paró, solamente disminuyó un poco la velocidad de la marcha. Recién cuando llegó al borde de la plaza se detuvo haciéndome señas de que me apurara.

Paré a su lado, estaba jadeando y sentía que me temblaban las piernas. Desde ahí se abría la plaza como un enorme oasis de inofensivo verde. Distintos tipos de árboles desparramados en las cuatro esquinas brindaban una sombra fresca y extrañamente apacible. No se veía a nadie. El silencio de la siesta la invadía salvo por el revoloteo de algunos pájaros adormilados.

 

Nos adelantamos sigilosamente, cuidando cada paso que dábamos al ingresar a ese territorio desconocido. Miramos alrededor sabiendo que buscábamos lo mismo. Ahí estaba, a nuestra izquierda sobre el costado de la plaza, una antigua mansión de dos pisos, con techos grises y varias chimeneas, rodeada de altos pinos que ensombrecían aún mas sus paredes ennegrecidas por el tiempo, dándole una especie de halo misterioso. Era la clínica siquiátrica.

Tenía un gran jardín umbrío separado de la plaza por un alto alambrado, a través del cual se veían varias personas con delantales color arena que parecían caminar sin rumbo fijo, concentradas en sus propios pensamientos.

Antes de que me diera cuenta, Toni se fue acercando al alambrado, como si lo jalara una fuerza irresistible.

Me quedé observándolo con inquietud. El miedo no me dejaba mover los pies, era como si estuviera anclado en el piso.

A la distancia pude verlo arrimarse hasta casi tocar el cerco. No se si dijo algo que llamara la atención o fue su sola presencia que despertó el interés de algunos de ellos que se le aproximaron con curiosidad. Me pareció que hablaban, no sé. La espera del regreso de Toni resultó interminable y las veces que quise llamarlo no me animé o quizás fue porque no me salía la voz.

 

Al fin lo vi volver, desarrapado como siempre, caminando con desgano.

– ¿Estuviste hablando? ¿Como son? -dije rápidamente las primeras preguntas que me salieron de las mil que tenía.
– ¿Porqué no viniste conmigo? Te achicaste
– Y sí, tenía.. tengo miedo.
– Será por lo que nos han dicho los viejos.

 

Enseguida se subió a la bicicleta y empezó a pedalear. Me puse a su lado. Íbamos despacio.

– Dale, no te hagas rogar.
– Mirá, me pareció que algunos tienen miedo como vos, pero de este mundo que no los comprende, ni los acepta por no adaptarse a las reglas establecidas no sé por quien. Otros decidieron vivir en su mundo propio como en un sueño fuera de la realidad. Como tantos necesitan ayuda y no siempre hay quien se las pueda dar en los momentos difíciles.

 

Seguimos un rato en silencio.

 

– Me hace acordar a la mujer que se tiró del puente. -me dijo de pronto
– ¿Lo que pasó hace meses en la bajada Puccio?
– Si, cuando me arrimé con la bici solo quedaba una mancha oscura en el pavimento.
– ¿Fuiste a ver que había? ¡Que te pasa! No lo puedo creer
– No sé. Sentí como un impulso. Viste que me resulta difícil encontrar algo que me entusiasme, son muy pocas las cosas que me atraen pero cuando eso pasó hubo algo que me incitó a ir a mirar.
– ¿Y que tiene que ver con la placita?
– Se me ocurre que quizá si hubiese tenido alguien que supiera ayudarla no se habría tirado.

 

No se si son exactamente las palabras que nos dijimos, pero ese día me quedó grabado tan profundamente que me las he repetido un montón de veces. Como si hubieran sido las que marcaron a través del tiempo la conflictiva vida de Toni.

 

– Señor, Señor… Me puede alcanzar la pelota.

 

Los gritos de un niño que estaba en la vereda de enfrente me volvieron a la realidad. Levanté la mirada encontrándome con carita ansiosa del pequeño que con sus ojos y sus manos me indicaba donde estaba la pelota.  Un poco atontado la fui a recoger, estaba cerca de uno de los árboles de la plaza. Crucé la calle, estaba con la camiseta del mundial y una gorrita de Maradona extendiéndome los brazos para recibirla.

 

– Muchas gracias. ¿Trabaja ahí? -me dijo señalándome la vieja casona.

 

Me di vuelta para observarla, un alto muro había reemplazado el alambrado que daba al jardín, ya no se podían ver los internos paseando, habían quedado ocultos a la vista de la gente del barrio que se fue olvidando de los temores que alguna vez tuvieron. Según me dijeron en la clínica, se había construido hace unos años durante la dictadura.

 

No. -le respondí con tristeza. – Solamente estoy acompañando a un amigo.

 

Autor:
Eduardo Lowcewicz

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