Publicado en: 08/02/2023 Ileana Caprile Comentarios: 0

Sentada en el micro, la cabeza apoyada contra la ventanilla, miraba los árboles que se sucedían unos tras otros a gran velocidad. El campo se desplegaba amarillo de girasoles frente a mis ojos entrecerrados. Algunos pasajeros dormían, la mayoría estaba ensimismado en sus pensamientos. A mi lado viajaba una vieja, sus manos sostenían un rosario, y mientras deslizaba las cuentas entre las yemas de sus dedos gastados, murmuraba un Avemaría interminable. Pensé que ella tenía suerte en tener fe, todo se le hacía más liviano.

Pensé en él. Si no faltaba a su palabra, me estaría esperando en la estación. No sabía qué le diría, sólo estaba segura que lo miraría hasta cansarme. Para convencerme de que era cierto. ¿Cuántos millones de personas viven en el mismo paréntesis temporal en el planeta? ¿Siete mil, ocho mil millones? Entre todas esas personas hay una que tenemos predestinada. ¿Qué o quién determinará el momento, el lugar o la circunstancia del primer encuentro entre esos dos seres? Es un misterio. O a lo mejor sólo es pura casualidad, una selección aleatoria, y el destino, esa sucesión inevitable de acontecimientos de los que los humanos no podemos escapar, no existe. De todas formas, no me importaba demasiado, cuando lo vi por primera vez supe que era él.

Nuevamente miré por la ventanilla. El colectivo atravesaba un pueblo. Era la hora del mediodía y todo estaba quieto, hasta el silencio. Las montañas se dibujaban contra el cielo azul a lo lejos. El sol encendía los árboles con distintos tonos de verde. Las pocas personas que estaban en la calle detenían su marcha y miraban al colectivo, algunas levantaban la mano y saludaban con melancolía.

Un hombre amarillo y gastado, sentado en el asiento del fondo, no paraba de toser. Tos de fumador, pensé. A su lado iba sentado un niño de unos ocho años. Estaba muy pálido, tenía el pelo lacio y negro, y unos ojos grandes y redondos, con expresión de eterno asombro, como los de un animé. En un primer momento supuse que eran abuelo y nieto, pero me di cuenta que no se conocían porque no se hablaban, ni se miraban. Cada uno viajaba por su cuenta. El niño era muy pequeño para viajar solo, me pregunté quién lo cuidaría..

La mujer que estaba sentada mi lado ya no rezaba, se había quedado dormida. Se fue inclinando de a poco hasta apoyar la cabeza en mi hombro. Al principio no me moví, casi no respiraba para no molestarla. Pero el contacto con esa persona que no formaba parte de mi vida me incomodaba profundamente. Me fui corriendo suavemente para evitarlo, pero la mujer se seguía inclinando hacia mí, buscando un punto de apoyo. No aguanté más y con un movimiento brusco la aparté Ya no me importaba si se despertaba. La mujer se acomodó, por fin, sobre el otro lado. Suspiré aliviada.

Estaba ansiosa, tenía tantas ganas de abrazarlo, de quedarme muy pegada a él, oliendo su perfume, sintiendo el calor de su cuerpo contra el mío. Nunca habíamos podido hacerlo. Ese abrazo tan deseado desde el primer momento en que nos vimos nunca se había hecho realidad. Éramos demasiado honestos, o demasiado cobardes. Seguramente las dos cosas.

El colectivo se detuvo y subieron dos personas, cada una pagó su boleto, y avanzaron balanceándose por el pasillo. El hombre era alto y flaco, tenía aspecto de cansado, la mujer que lo acompañaba estaba muy inquieta, miraba hacia todos lados nerviosa. Se detuvieron a mi lado y se sentaron detrás de mí. Ella, al acomodarse, movió mi asiento bruscamente. Giré la cabeza y los miré sin disimulo por la rendija entre los dos respaldos. El hombre asintió en silencio a modo de saludo y esbozó una pequeña y triste sonrisa. Me di vuelta, apoyé la cabeza contra la ventanilla y cerré los ojos.

Volví a pensar en él. Traté de recordar su rostro al mínimo detalle. Hacia diez años que no lo veía, circunstancias inevitables nos habían alejado. Desde entonces se había convertido en una sombra que habitaba mis pensamientos y a veces, mis sueños. Un mantra, una idea recurrente. Tan perfecto como todo lo imposible.

El camino comenzó a ir cuesta arriba, a medida que el micro subía, el aire se volvía cada vez más limpio. Los olores de la ciudad se diluyeron y solo quedó su recuerdo. De pronto, la mujer sentada atrás mio comenzó a gritar, quería bajarse. El hombre trataba de tranquilizarla, pero ella estaba descontrolada. Se levantó, volvió a sacudir el respaldo de mi asiento, pasó prácticamente por sobre su compañero y se dirigió hacia donde estaba el chofer exigiéndole que detuviera el micro. El conductor la miró inmutable por el espejito retrovisor y le dijo que no podía detenerse hasta llegar al final del recorrido, le explicó que si alguien se bajaba antes podía perderse entre las montañas y los bosques, era un lugar muy inhóspito. Ella le suplicó que se detuviera, se puso de rodillas, le ofreció dinero, pero el conductor no se detuvo. El hombre que la acompañaba fue a buscarla, la levantó del suelo, con mucha delicadeza le pasó el brazo por sobre los hombros y la condujo de nuevo hasta su asiento mientras la consolaba suavemente al oído. Ella se fue calmando de a poco.

Apoyé la cabeza contra el respaldo, cerré los ojos de nuevo y recordé la últiima vez que lo había visto. Fue un encuentro casual en la calle, cada vez que nos cruzábamos todo lo que nos rodeaba parecía formar parte de otra realidad, una realidad a la que éramos ajenos, porque sólo existíamos uno en la profundidad de la mirada del otro. Esa vez, al saludarme, como al pasar y bien bajito, para que sólo yo lo escuchara, me susurró algo. Y yo le creí, él era un hombre de palabra, y sabía que la cumpliría. De todas formas, tenía miedo, había pasado mucho tiempo desde entonces.

Abrí los ojos y miré hacia afuera, el río bajaba torrentoso y transparente desde la cima de las montañas, caracoleaba entre las piedras estallando en miles de burbujas blancas. Un puente antiguo de hierro y madera lo atravesaba, al otro lado se veía la silueta de la estación terminal recortada contra el sol del atardecer. Mi corazón comenzó a latir cada vez más rápido, ya faltaba poco. El colectivo cruzó por el puente al otro lado del río. En ese cruce fui consciente de que había dejado atrás toda mi vida para ir a su encuentro. Sentí vértigo.

Cuando el micro se detuvo me paré, la mujer sentada a mi lado seguía durmiendo, el rosario se le había caído al piso, lo levanté, lo apreté fuerte dentro de mi mano, pensé en quedármelo. Intenté decir una oración, pero no sabía ninguna. Sacudí suavemente a la mujer  para despertarla, se sobresaltó, me miró alarmada, le di el rosario que se le había caído, le pedí permiso y pasé sin esperar a que se levantara, estaba apurada por descender. Un sonido de animal herido me detuvo, miré hacia donde provenía:  Era la mujer que había querido bajarse a mitad del camino, lloraba desconsolada. Ahora no quería bajar, se resistía agarrada a los apoyabrazos del asiento, clavando los talones en el piso del colectivo. El hombre que la acompañaba trataba de convencerla resignado, era la última parada, habían llegado a destino.

Bajé del colectivo y busqué entre las personas que habían ido a recibir a sus madres, sus hijos, sus padres y amigos. El niño de los ojos grandes bajó corriendo y se abalanzó sobre una pareja de viejos que lo abrazaron con ternura, ya tenía quien lo cuidara. Miré hacia un lado y al otro, las manos heladas, el corazón en un puño. Lo vi.  No me costó reconocerlo. Me sonrió entre la gente y avanzó hacía mí. Cuando estuvimos juntos me vi reflejada en su mirada, mi rostro tenía arrugas y mi cabello canas. Me turbé, en este tiempo había envejecido. No pareció importarle, me abrazó como imaginé una y mil veces que lo haría. Aspiré profundo su perfume, era igual al que recordaba.  Él estaba idéntico a como lo había visto por última vez,  diez años atrás, una semana antes que muriera. Me tomó la cara con las dos manos y antes de besarme, mirándome a los ojos dijo: «Te lo prometí».

 

 

 

Autor:
Ileana Caprile

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