Publicado en: 24/03/2022 Ileana Caprile Comentarios: 0

Salió del banco preocupado. Los cheques iban a comenzar a entrar sin piedad y la cuenta estaba en cero de nuevo. El gerente le había dicho que no había forma de volver a cubrirlo, ya le había advertido la vez anterior que era la última. Se quedó parado en la puerta, no sabiendo qué hacer o dónde ir. El bullicio incesante de la gente moviéndose en oleadas por las veredas estrechas del microcentro, el ruido de los colectivos frenando y arrancando en las esquinas, los ciclistas esquivando las bicisendas y los motociclistas usándolas de pistas de carreras, todo giraba a su alrededor aturdiendo sus sentidos en un remolino multicolor, mientras él se desmoronaba por dentro. Pensó en ella. Sacó el celular del bolsillo y la llamó, necesitaba oír su voz. Sólo respondió el contestador recordándole con crueldad que no estaba disponible. No quería saber más nada de él, se lo había dicho con la crudeza del desamor cuando se fue: “Los perdedores como vos son irresistibles hasta que convivís con ellos». Estaba nublado y el cielo se ponía cada vez más oscuro. Comenzó a caminar por inercia hacia la parada de colectivos, por calle Santa Fe hacia Entre Ríos. Con la mente en blanco pasó rápido junto a la fila interminable de personas con mirada triste y vacía, que esperaban pacientes para cobrar los planes sociales en la puerta del Banco Nación. Si le cerraban la cuenta, iba a tener que bajar la persiana del puesto de diarios y revistas heredado de su padre, y en unos meses él también podría formar parte de esa hilera de desesperanzados. Las ventas habían bajado catastróficamente, la era digital atentaba contra el incomparable placer de leer y oler los diarios junto al café de las mañanas, sólo algunos fieles clientes, testarudos y nostálgicos, continuaban comprando los diarios impresos en papel en un acto de resistencia. Un rayo iluminó la calle y el trueno no tardó en llegar rebotando entre los sucios edificios. Primero comenzó a llover de forma tímida, indecisa; pronto un diluvio demencial enardeció la mañana y él no tenía paraguas. Comenzó a correr y a empujones se abrió paso entre las personas que amontonadas esperaban el colectivo en la esquina, cruzó Entre Ríos y en su carrera alocada no vio que el semáforo estaba en rojo, un taxista le tocó bocina, furioso. Con el corazón desaforado llegó a la recova del bar de la esquina y allí se refugió junto a varios jóvenes de la Facultad de Humanidades que reían y bromeaban. Los miró con envidia al recordarse joven como ellos. Había comenzado a estudiar derecho, pero no pasó de primer año. Cuando el viejo murió de un infarto se tuvo que hacer cargo del puesto de diarios que era la única fuente de ingresos de la familia. Culpaba a esa decisión impuesta por las circunstancias, de haber arruinado su futuro. Miró hacia el bar. Un hombre fumaba un cigarrillo negro, apoyada la espalda contra el marco de los ventanales, mientras contemplaba pensativo el chisporroteo de las gotas sobre el pavimento acharolado. Pasaban los minutos y la lluvia no cesaba. Estaba empapado y comenzó a tener frío. Buscó en la billetera y contando las monedas juntaba ciento ochenta pesos, le alcanzaba para un café así que decidió entrar al bar para calentarse un poco. Estaba casi vacío, sólo había dos mesas ocupadas, podía elegir donde sentarse. Lo hizo en una mesa chica al lado de las ventanas que dan a la calle Entre Ríos. Las gotas se estampaban contra los vidrios empañados formando gusanitos que se desplazaban sinuosos hacia abajo en carreras interminables. En eso estaba ensimismado cuando la voz de la moza lo sacó de su letargo.

―¿Cómo le va doctor? Le traigo lo de siempre, ¿no?

La miró, y se dio vuelta pensando que le hablaba a otra persona, pero él era el único sentado en esa fila de mesas. Cuando volvió la mirada para decirle que lo había confundido, la chica ya se había ido presurosa a la barra. Al rato volvió con un capuccino doble y un tostado. Mientras se lo servía solícita, le dijo:

―El queso bien derretido, como le gusta. ¡Que lo disfrute!

No le dio tiempo a decirle nada, porque se volvió a ir enseguida hacia otra mesa. Quedó pensativo, sopesando si se comía o no el tostado. Tenía hambre, pero sabía que no podía pagarlo. Evidentemente la chica lo estaba confundiendo con algún cliente del bar. Miró a las personas que estaban en las otras dos mesas. Una mujer de unos largos sesenta años, muy pintada, tomaba una copa de vino tinto de modo displicente. Curiosamente llevaba puestos unos lentes de sol, desafiando el día de lluvia. En la otra mesa una pareja de unos cuarenta se tomaba de las manos. Ella y él se miraban embelesados como adolescentes. La puerta se abrió y junto a un remolino de viento helado, entró una mujer rubia arriba de unos tacos de vértigo. Llevaba puesto un vestido negro que apretaba lo que debía y también lo que no, y un maletín de cuero en la mano. Miró alrededor como buscando a alguien, hasta que su mirada oscura, llena de realidades, se encontró con la de él. Comenzó a caminar resuelta directo hacia su mesa. Cuando llegó, corrió la silla de enfrente y con un movimiento preciso se sentó cruzando las piernas. Abrió el maletín y le mostró una lapicera plateada que relucía con brillos de exclusividad.

―Te la olvidaste sobre mi escritorio, le dijo. Miró hacia ambos lados, se inclinó sobre la mesa, le tomó la cabeza y le dio un beso tibio, húmedo y procaz.

―Te espero, donde siempre, para devolvértela-

Se levantó y se fue dejando una nube de perfume y deseo. Él se quedó inmóvil, tragó saliva, agarró el vaso con agua que le había dejado la moza junto con el capuccino y el tostado, pero la mano le temblaba tanto que no llegó a tomarla y la derramó sobre la mesa de nerolite gris claro. Pensó que algo muy malo le estaba pasando. Se paró como pudo y buscó el baño. Hacía allí fue caminando inseguro, sudando a pesar del frío. Entró y se paró frente a la bacha, abrió la canilla y se mojó la cara varias veces para despejarse. Se dio cuenta de que alguien lo estaba observando en silencio desde la puerta. Era un muchacho joven, morocho, con el pelo bien corto y negro, vistiendo un traje azul oscuro impecable.

―Perdón Doctor, le aviso que ya llegué con el auto. Lo espero en la puerta de tribunales.

Dio media vuelta, y se fue. Se sentía aturdido, no entendía qué era lo que estaba pasando, tenía mucho miedo de estar volviéndose irremediablemente loco. Trató de calmarse, pensó que debía ser un malentendido, una serie de casualidades inexplicables para él, pero que seguramente tenían alguna lógica. Decidió que lo mejor era irse de ese lugar, salió del baño, pero antes de ir hacia la salida, giró hacia la izquierda, donde estaba la barra, para aclarar que él no había pedido lo que le habían llevado y además que no podía pagarlo. No fuera a ser que tuviera un problema. El empleado que estaba sentado detrás de la caja lo miró sonriente.

―Doctor, se lo anoto en la cuenta., le dijo y luego, con mirada pícara

―Quédese tranquilo, que no vi nada. Ciego, sordo y mudo. Por mí, su mujer no se va a enterar, le guiñó un ojo cómplice.

Él no le contestó, no emitió sonido, no podía. Como toda respuesta esbozó una mueca que quiso ser una sonrisa, dio media vuelta y atravesó todo el bar hacia la puerta por la que había entrado, la de calle Santa Fe. Salió tambaleándose, se sentía mareado, se agarró de una columna, y mientras buscaba con torpeza en el bolsillo del pantalón su celular para llamar a un psicólogo que tenía de cliente, escucho un chistido. Era el hombre que bajo la recova seguía fumando su cigarrillo negro, apoyada la espalda contra el marco de los ventanales del bar. Flaco y alto, con la barba canosa apenas crecida, tenía el cuello del saco levantado y un aire recio de tanguero perdido. Señalando con la cabeza hacia el bar, le dijo con voz profunda:

―¿Primera vez?

Lo miró aturdido, no entendía qué le estaba preguntando. El hombre movió la cabeza de un lado al otro resignado, y dijo: »

―Siempre es así cuando llueve, ¿vio a la mujer con los anteojos oscuros?, siempre quiso ser una actriz famosa, pero nunca pasó de hacer teatro vocacional en el club del barrio donde vive, viene cada vez que llueve porque allí dentro se convierte en una celebridad, se pide una copa de vino y disfruta de la fama esquiva que persiguió toda su vida sin alcanzarla, ¿la pareja acaramelada?, eran novios en la secundaria, nunca más se vieron, cada uno hizo su vida, él nunca se olvidó de ella, y un día volvió a encontrarla en el bar, pero con la apariencia de cuando tenían quince años y la vida era eterna, desde ese día vive pendiente del pronóstico del tiempo y organiza su agenda de acuerdo a él, así es amigo, ahí adentro los días de lluvia, los deseos más profundos se vuelven realidad, a veces, enfrentarse a lo que uno desea es maravilloso, pero otras, suele ser aterrador, por eso prefiero quedarme afuera.

Y acercándose con la certeza de que podía confiar en él porque compartían un mismo secreto, le susurró

―A mí me llaman Luli. ¿Puede creer? ¡Luli!

Lo miró con una mezcla de desconcierto y temor, le dio una palmada en la espalda, tiró la colilla del cigarrillo que había estado fumando al suelo, la pisó hasta matarla y se fue doblando la esquina hacia calle Entre Ríos. Él se quedó solo parado en la recova. Ya no llovía. Miró hacia adentro del bar, la moza que lo había atendido, la del pelo teñido de rosa, estaba limpiando una mesa al lado de la puerta. Sus miradas se cruzaron, pero ella lo miró con indiferencia, no lo reconocía. Miró hacia el cielo donde un sol tibio asomaba apenas, y pensó en el descubierto del banco, en el puesto de diarios heredado, en su mujer que ya no lo amaba, en todos sus muchos, pequeños e irremediables fracasos, y deseó que pronto volviera a llover.

 

Autor:
Ileana Caprile


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