Las hojas vuelan arrastradas por el viento. Dan vueltas como bailarinas en el aire al ritmo de una música que sólo ellas escuchan y caen sobre la vereda. Son la pesadilla de Antonio que las mira impaciente detrás de la ventana. Las agujas del reloj marcan las ocho cuarenta y cinco, hace frío y el sol apenas entibia la mañana. Antonio piensa en el pedido de su hijo: Papá no salgas a barrer la vereda. ¡Y menos temprano! Ya te dijo el médico que te cuides del frío. Sonríe. Vuelve a mirar el reloj. Ocho cincuenta. Va hasta la habitación a buscar el saco tejido por su mujer, el gorro de lana y la bufanda. Elena duerme tranquila, su pecho sube y baja sereno con cada respiración. Las pastillas de la noche cumplen el efecto deseado. Antonio se pregunta si en sueños recordará lo que olvida despierta. Toma la frazada y la extiende amorosamente sobre ese cuerpo cada día más pequeño. Reprime la caricia que pugna por salir de su mano, teme despertarla. Sale despacio de la habitación, cuidando de no hacer ruido. Va hasta el lavadero y busca la escoba. De pasada por la cocina, mira el reloj que cuelga de la pared, ya son las nueve. Hora de salir a barrer la vereda, ya no es tan temprano. Llega hasta la puerta, se quita las pantuflas marrones con corderito, se pone las zapatillas, se abriga, y sale a la calle. Mira a su alrededor, hoy va a tener mucho trabajo. ¡Basta de perder el tiempo, Antonito!, se dice animándose. Comienza a barrer las hojas que están sobre el umbral, esas son las peores porque se escabullen por debajo de la puerta y entran a la casa; luego se desplaza a lo largo de la vereda, de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, arrastrándolas con la escoba hacia el cordón. Pero pronto, las hojas secas caen de los árboles e invaden todo lo que acaba de barrer. Antonio vuelve sobre sus pasos y comienza todo el proceso de nuevo. Va y viene, viene y va. De pronto se detiene a descansar apoyado en la escoba, está agitado, y un poco mareado. El corazón le late rápido, tuctuc, tuctuc, tuctuc, igual que cuando se le declaró a Elena. ¿Se habrá despertado? Entra a la casa y espía desde la puerta de la habitación a su mujer, que sigue dormida. Va hasta la cocina, de reojo mira el reloj, son las nueve y veinte. No hay tiempo que perder. Toma un vaso de agua y se pasa la mano por la frente transpirada a pesar del frío. Ya recuperado vuelve a salir arrastrando la escoba tras de sí. La vereda está cubierta de hojas, el viento volvió a desparramarlas. Antonio suspira y repite todo nuevamente. Barre con brío, con bronca, con pena. Escucha un chistido. Sabe de quién proviene y por eso se hace el que no lo escucha. Es la vecina de enfrente, que seguro le pregunta por Elena, y él no quiere hablar de Elena. No quiere contarle que a veces no recuerda quién es él, ni quién es ella misma. Prefiere pasar por sordo, aunque un poco está, pero no tanto como para no escuchar el chistido de esa bruja. Ahora le grita: ¡Buen día vecino! El sigue barriendo con la cabeza gacha. Vuelve a llamarlo, él sigue sin darse por aludido, entonces la vecina, se rinde y se mete adentro de su casa. Antonio victorioso sonríe de costado. El viento se calma, y finalmente logra juntar una montaña de hojas junto al cordón. Se da vuelta y mira orgulloso la vereda limpia. No quedó ni una. Escucha tras de sí un gritito seguido de una carcajada. Gira la cabeza y ve al niño saltando sobre su preciada montaña, pisoteando con infinito regocijo las hojas crujientes, una y otra vez. Antonio lo mira con rabia, mocoso de porquería. Es pequeño, no tiene más de tres años. Su madre camina unos pasos más adelante, inmersa en la pantalla del celular. El viejo se acerca furioso, con intención de retarlo y quejarse a su madre por no controlar al niño, que acaba de desbaratar el montón de hojas que tanto trabajo le costó juntar. En ese momento, el niño deja de saltar, algo que estaba en el piso llamó su atención. Es una hoja como tantas otras, no se distingue de las demás por su color, ni por su forma, pero algo en ella lo atrajo especialmente. Se agacha y la toma desde el extremo del tallo. La sostiene vertical a la altura de su rostro, muy cerca de sus ojos, y la mira escrutándola en detalle, con esa mirada nueva que tienen los niños. La mueve entre sus pequeños dedos, hacia un lado y al otro, primero despacio y luego cada vez más rápido, girándola como un trompo. Parece que esa pequeña e insignificante hoja, ejerce un encantamiento sobre el niño, que descubre en ella vaya a saber que secretos guardados en sus nervaduras. El grito de la madre llamándolo, hace que la suelte asustado y salga corriendo hacia ella. El viejo lo mira mientras se aleja. La hoja cae al piso flotando en un vaivén suave. Antonio se acerca hasta donde queda caída, se agacha y la toma desde el extremo del tallo. La mira con curiosidad, no le encuentra nada extraordinario. Imitando al niño, la sostiene en forma vertical frente a sus ojos y comienza a girarla hacia un lado y al otro cada vez más rápido. La expresión de su rostro cambia, sus ojos se iluminan con una luz olvidada en el tiempo. Antonio sonríe, son las diez de la mañana, pero a él ya no le importa. El viento sopla otra vez y giran las hojas secas en remolinos amarillos, cubriendo de nuevo toda la vereda.
Autor:
Ileana Caprile