Publicado en: 29/11/2023 Martín Francés Comentarios: 0
Foto: Luis Vignoli

Espiar es nuestra obsesión. Y la medicina forense nuestro destino.

Terminamos por hoy la jornada de estudio, estamos preparando Criminalística II para dar el examen final dentro de cinco días. Pedimos por teléfono una pizza y cuatro latas de cerveza y nos avisan que el pedido viene con una demora de hora y media aproximadamente. Es viernes a la noche y los supera la demanda.

  • ¿podríamos ir a la terraza para probar los binoculares que compramos, no?
  • ¡Sí! Son increíbles. Los checos en eso son extraordinarios.
  • Vamos, tenemos poco más de una hora hasta que llegue el delivery.

La privacidad de los demás nos excita sobre manera y dos o tres veces a la semana le dedicamos un par de horas, simplemente, a ver cómo vive el otro. Salimos al palier y mientras esperamos el ascensor, Pablo observa los binoculares con un nivel de detalle propio de un cirujano. Para nosotros, es como si fueran dos armas de guerra, dos herramientas de trabajo.

Este edificio es alto y la ciudad exuberante, lo que nos permite entrar a una cantidad de ventanas casi infinita.

Tenemos muchos vecinos identificados y sabemos con aproximación qué es lo que están haciendo según la hora. Nos moviliza esa vulnerabilidad de las personas, que en realidad padecemos todos. Nuestros movimientos, deseos, necesidades y diálogos están siendo registrados y archivados permanentemente. Somos más traspasables y menos enigmáticos de lo que creemos.

Llegamos al último piso y sigilosamente atravesamos el SUM del edificio, siempre tomando la precaución de que no haya nadie, y nos ubicamos en la parte de atrás que es casi toda vidriada.

Desde la terraza, los sonidos de la ciudad se confunden y se fusionan, y a esa hora las luces se hacen almas indivisas que construyen movimiento. Por otro lado, está la gente que sin un aumento, solo se pueden distinguir como puntos alocados, solitarios o gregarios. Pero a nosotros nos gusta “hablarles al oído”.

Si bien cada uno tiene su binocular, hacemos foco sobre lo mismo e intercambiamos opiniones de lo que vamos viendo. Creeme que es un vicio difícil de dejar.

Entramos por la ventana del piso catorce del edificio de en frente. La avenida que nos separa, es muy ancha, permitiendo tener buen ángulo visual. Es el departamento de la abogada que tiene el estudio frente al teatro Cervantes. Sólo la conocemos de vista pero sabemos sus debilidades y además nos resulta muy atractiva. Es bastante mayor que nosotros.

Hoy como todos los viernes a esta hora, vemos que la visita un hombre joven, como nosotros o menor. Hablan poco, toman algo y tienen sexo desaforadamente, y de esto no se nos escapan detalles.

Nos intriga que su visita es siempre dentro del mismo horario y dura poco más de una hora; da la sensación de ser un servicio contratado. Ella no vive sola, vive con su pareja. O al menos están juntos la mayor parte del tiempo. Los dejamos tranquilos porque hoy la cosa pareciera ir por el lado del dialogo en lugar de la pasión. Se puede ver que ambos están enojados y se comunican más con las manos que con la palabra.

Salimos de su casa y hacemos foco en la ciudad: vamos navegando sobre los seres humanos y abonando la teoría de que la vida, máxime vista desde acá, es una obra de teatro, dónde cada uno de nosotros va jugando al juego que elige o puede jugar. No es más que eso. Y con un público itinerante, que por estar jugando su propio juego, no puede reparar demasiado en el nuestro y es ahí donde sufrimos, porque anhelamos aplausos de gente que también busca aplausos. Seguimos.

Alcanzamos a la esquina del Parque Lezama y vemos como el paseador de perros se camufla entre sus catorce bestias abombadas por el frenesí de la cuidad, para vender pastillas y se detiene a hablar con un guardia urbano que pareciera entender la dinámica de su negocio, pero… the show must go on.

Entramos al decimoquinto piso de un edificio marrón. El nivel de alcance y definición de éstos binoculares nuevos es realmente sorprendente. Vemos de espalda a una mujer vestida de blanco que le habla a un hombre, no se les ve bien la cara. Él pareciera estar cocinando. Pasa por detrás de ellos una chica más joven que podría ser su hija. Nada interesante. Los dejamos en paz.

Subimos hasta el piso ocho del edificio de ladrillo visto y nos metemos del lado izquierdo, hay un moisés con una criatura profundamente dormida acompañada por la luz tenue de un velador infantil y alguien entrando al baño semidesnudo. Presumimos que no iba a suceder nada atractivo y nos retiramos. Esto es así, podemos estar horas sin ver nada que justifique el tiempo que le dedicamos, pero sabemos que en algún momento algo llega, y eso es muy gratificante. Se asemeja mucho con salir a pescar.

A lo largo de todos estos años invadiendo la privacidad ajena, fuimos testigo de muchas cosas de las que nos hemos arrepentido de ver. Pero lo nuestro es esto, es meterse en la vida del otro solo por curiosidad, no es un trabajo de investigación ni de espionaje.

Bajamos al bar de la estación de servicio que está a una cuadra y vemos a un hombre de barba blanca, calvo y vestido con un pantalón de jean, una camisa a cuadros rojos y azules y abdomen prominente, trae en una bandeja una taza supuestamente con café y se sienta solo en la barra que mira hacia la calle.

A sus espaldas se encuentran dos adolescentes muy motivadas y locuaces, acompañadas de un cachorro de setter irlandés que duerme a sus pies.

No hay nadie más en el minishop a excepción de la chica que atiende que pareciera estar muy agotada y mira a cada rato su celular.

Unos minutos más tarde el señor de barba blanca se levanta rápidamente de su silla, alza sus manos para ser visto y sale del local indicándole a alguien que lo espere. Éste señor resulta ser el chofer del taxi que está estacionado en la puerta del bar y sus ademanes se dirigían a un supuesto pasajero.

Sí, es un pasajero cuya cara es conocida y nos damos cuenta que es el chico que visita a la abogada del piso catorce. Éste le hace un gesto con las manos al taxista indicándole que tiene prisa.

Concluimos que era la hora en que suele partir y nos habíamos perdido de ver los momentos de lujuria. El joven se sube al taxi y éste arranca en seguida.

Volvemos al piso catorce del edificio de en frente y vemos a la mujer atada a una silla, amordazada, con la cabeza colgando hacia abajo y mucha sangre que le chorrea desde la frente. No se mueve y está vestida con ropa un tanto rota, desgarrada,  lo que nos da indicios de que ésta vez, la cita pudo no haber sido de índole sexual.

Quedamos estupefactos y pienso si será conveniente dar aviso a la policía a sabiendas de que eso nos puede comprometer.

Fumo un cigarrillo mientras rememoramos varios momentos de los que hemos invadido y nunca notamos nada extraño en ese departamento. Solo el deseo desenfrenado de estar en el lugar del joven visitante. Nada más que eso.

Luego de un rato tomamos nuevamente los binoculares para volver a entrar: ahora está su compañero, se lleva las manos a la cabeza, camina alocadamente por el departamento, cierra todas las cortinas y apaga la luz.

Me entra un mensaje de whatsapp que la pizza llegó. Hay que bajar.

 

 

Autor:
Martín Francés

Compartir