Publicado en: 29/11/2023 Rubén Leva Comentarios: 0
Foto: Ryan McVay/Getty Images

Cae la tarde y el señor González llega a su casa. Mientras inserta la llave en la cerradura podemos ver que, con la otra mano, enjuga su frente con un pañuelo que extrae del bolsillo interior del saco. Al parecer el señor González está cansado. No bien cierra la puerta y cuelga su abrigo en el perchero encara hacia el dormitorio, se quita los zapatos y la ropa, elige una toalla, se calza las pantuflas y se dirige al baño. El señor González ha decidido tomar una ducha. Luego se pondrá el pijama y se sentará a mirar la tele. Es seguro que elegirá algún documental de Netflix, de esos que no exigen mucha concentración y que sirven sobre todo para pasar el tiempo. Más tarde se irá a la cama sin cenar, pero no sin antes darse el gusto de tomar alguna medidita del Jack Daniel’s que le hemos visto comprar ayer  en el Supermercado de la esquina y que espera en la mesita de las bebidas.

 

Pero antes de todo eso vemos al señor González abrir la canilla de la ducha, el agua sale fría, se da vuelta y se acerca al lavabo, aparece su imagen en el espejo, se mira, se toca los párpados, explora las arrugas en las comisuras de los labios, frunce el ceño cuando advierte el avance de la calvicie, después elige un champú, acomoda los elementos para afeitarse, murmura algo, se acerca otra vez a la ducha, comprueba la temperatura del agua, al parecer se siente satisfecho con el calorcito que  le transmite al dorso de su mano y se mete bajo la lluvia. Mientras se enjabona el pecho y las axilas lo asalta el recuerdo del culo de Florencia. No está de más aclarar aquí que el señor González sólo piensa en esa redonda parte de la anatomía humana utilizando la palabra culo en circunstancias tan íntimas como la que ahora nos ocupa, jamás la usaría si tuviese que referirse a ella en público y, menos aún, si esa parte perteneciera a una mujer. Con toda seguridad, en tal circunstancia, elegiría decir cola o si, por azar, ese hipotético e improbable día se sintiese especialmente atrevido, tal vez pronunciara la palabra trasero. De aquí en adelante, nosotros, con la esperanza quizás vana, de ayudarlo a superar su timidez, nos referiremos a esa íntima parte sólo utilizando el vocablo culo que es, además, un término por demás castizo hallable sin esforzarse demasiado en cualquier buen diccionario de la lengua española.

Pero cómo sabemos nosotros, cualquiera podría preguntarse, que el culo de Florencia aparece ahora en el recuerdo de señor González como un fogonazo que por un momento lo ciega y le eriza los pelos del pubis, lo sabemos, por supuesto, gracias a la magia del narrador omnisciente, así como también sabemos, gracias a ese pertinaz vicio literario, no sólo lo que nuestro señor González piensa ahora, sino que también sabemos algo de sus costumbres y, cómo no, algo de su pasado y su futuro. Es gracias a eso que estamos enterados de que el día anterior, don González, como lo llama el chino dueño del Super al que concurre con frecuencia, compró un Jack Daniel´s que aún no ha abierto y que más tarde, después de mirar un rato de televisión, se irá a la cama sin cenar.

Si bien no es la primera vez que el señor González piensa en un bello culo mientras se baña, esta vez, estamos seguros de eso, no ha sido algo premeditado como solía serlo en ciertas ocasiones cuando, antes de meterse bajo el agua calentita, el señor González se proponía pensar en algún culo con la intención de rascarse el pito, como la pudorosa intervención materna le sugirió que llamara a ese acto, aquel día en que, siendo un recién llegado a la pubertad, ella lo sorprendió tocándoselo con entusiasmo y le preguntó si le picaba, pero ahora, luego de la muerte de su mujer, esas ocasiones son cada vez más frecuentes y el culo que ocupa desde entonces casi con exclusividad su imaginación, es el culo de Florencia. El señor González se ha preguntado alguna vez si el culo de Florencia lo había excitado con parecida intensidad antes, cuando su esposa aún vivía, pero el señor González no está muy seguro de cuál podría ser una respuesta respetuosa de la verdad a esa pregunta, a veces cree que no, que mientras su esposa vivió él ni siquiera había reparado en el erecto y redondo culo de Florencia y que sus rascaditas, con la excusa de algún culo ideal, eran sólo un alivio para aquellos días en que su mujer estaba indispuesta, que era la forma recatada en que ella llamaba a sus menstruaciones, y no quería tener sexo, otras veces admitía que sí y que no tendría nada que reprocharse si confesara que, en efecto, el magnífico culo de Florencia le había provocado más de una erección y más que unas cuantas picazones y que, en verdad, desde que había tenido el placer de conocerla, ese culo estaba detrás de todos los hermosos culos con los que había estimulado su imaginación. Pero estas reflexiones no duraban mucho en su cabeza.

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Tal como habíamos previsto, vemos en este momento que el señor González está tomando asiento en su sillón preferido con un vaso de Jack Daniel´s en la mano. Lo vemos ahora encender el televisor. Encuentra un documental sobre la ruta de la seda, y eso le recuerda cómo fue que empezó el negocio de la mercería. Fue idea de su mujer. Ella, Mercedes, tuvo la idea  apenas se enteró de que lo habían despedido de la compañía de seguros en la que había trabajado casi veinticinco años. A él no le parecía buena idea pero se dejó llevar, no era una gran suma, apenas un treinta por ciento de lo que había cobrado en concepto de indemnización, a lo que sí se opuso con firmeza fue a la idea que ella tuvo sobre el nombre que debía llevar el negocio, Mercedesría, quería ponerle, está bien que estuviera orgullosa del nombre que su padre le había elegido y  que ella juzgaba tan distinguido, pensó en su momento el señor González, pero ponerle ese nombre a la mercería le parecía demasiado, así que hizo valer su lugar de principal accionista y  el negocio acabó llamándose “El botón de la esquina”. Hay que aclarar aquí que el señor González, además de ser un cultor de la música de Buenos Aires, estaba muy agradecido al benemérito cuerpo policial desde que, siendo él un infante, un sargento que pasaba en bicicleta frente a su casa había rescatado su pelota número cinco de las garras de la vecina que amenazaba con pincharla con una aguja de tejer.  Quizás sea necesario aclarar, por otra parte, que la razón más importante por la que la señora del señor González aceptó el nombre sugerido por el señor González, fue que el negocio estaba en una ochava y que era ése un lugar en que se lucía con gran donaire. Fue un éxito, por eso hubo que pensar en una empleada, y la elegida fue Florencia, hija de una prima de Mercedes, mujer del señor González, como unas líneas más arriba se ha dicho.

Si miramos con atención veremos que Florencia nunca le fue indiferente  al señor González, de hecho, cada vez que podía, se deslizaba por detrás de su cuerpo cuando ella estaba  atendiendo a  algún cliente con la excusa de buscar algo en la estantería que está  detrás del mostrador e intentaba rozar con su bragueta el deseado culo. Digamos, ya que hay que decirlo todo, que es ésta una maniobra que hoy continúa perpetrando aunque en secreto se avergüence por ello. Es que el señor González, como ya sabemos, es un señor muy tímido y chapado a la antigua, un señor que no quiere dejar de ocupar  su lugar en la fila de la gente respetable, que no quiere dar oportunidad a la maledicencia de la chusma, por esa razón es que nunca se enterará de si el leve gesto de Florencia cuando, atendiendo a los clientes, apoya los codos en el mostrador quebrando la cintura y echando su cuerpo hacia atrás mientras él busca y rebusca en la estantería es un gesto de aceptación o no.

 

Pero ahora, el señor González, sigue bebiendo su whisky con toda tranquilidad mientras mira el documental de Netflix sobre la ruta de la seda.  Ya no piensa en nada, ha apartado de su mente los recuerdos de su esposa y del comienzo del negocio, sólo mira pasivamente la pantalla que destella con reflejos multicolores en su cara recién afeitada. Hasta que se escucha un maullido. Vemos al señor González saliendo de su pasividad con un gesto de sorpresa, es que la casa está cerrada a cal y canto, como dicen en las peores y mejores traducciones españolas de las novelas de moda, desde que volvió de la mercería no ha abierto ni una ventana, sólo fue al dormitorio y luego al baño para instalarse más tarde frente al televisor, vemos la sorpresa en su cara ¿será un gato? Y si es un gato la pregunta es por dónde entró. Y es un gato, sí, vemos que es un hermoso gato a rayas grises y anaranjadas, mejor dicho, no, un momento, no es un gato, es una gata, el señor González todavía no lo sabe pero sí, es una gata, ahí está, la vemos acercándose con su paso algodonoso al sillón donde el señor González continúa sentado. Un gatito, dice, y lo llama; michi, michi, michi, el animalito se acerca, el señor González lo alza, ella se acomoda sobre sus piernas, qué lindo gato, dice ¿cómo hiciste para entrar, sos mago, vos? Lo vuelve a alzar desde las patas delanteras y lo pone frente a sus ojos, le mira la panza y dice, ah, gato no, gata, una linda gatita, una gatita que debe ser maga o bruja ¿cómo entraste, brujita?  te vas a quedar conmigo ¿no es cierto? Un maullido. Claro, tengo que buscarte un nombre, tenés razón ¿cómo voy a llamarte? Ya sé, Minina, no, muy común, piensa, hace una pausa. Ahora vemos al señor González tomando su celular que está en la mesita junto al vaso de whisky, busca en Google un sinónimo de maga, encuentra Sibila, sí, Sibila ¿te gusta Sibila? Nuevo maullido, está bien, Sibila, sigue acariciándola, mientras tanto en la pantalla vemos al relator del documental sobre la ruta de la seda, cuenta la historia de un camello que formaba parte de una caravana comercial y que bordeando el desierto de Gobi escapó de la fila para ir detrás de una camella salvaje y nunca fue hallado. Pero el señor González ya no mira el televisor, ya no escucha lo que allí se dice, él sigue acariciando a Sibila que comienza ronronear transmitiendo a sus piernas una leve vibración y un calorcito íntimo y confortable. Como para desmentir al narrador omnisciente, el señor González, sin irse a la cama, se queda dormido en el sillón con Sibila en su regazo.

 

 

Autor:
Rubén Leva

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