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Las plantas tienen la magnífica ambición de conquistar la superficie del globo…y la energía de esa idea fija sube de las tinieblas de sus raíces para manifestarse en la luz de una flor.
Maurice Maeterlinck (La inteligencia de las flores, 1907).
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Nos pareció demasiado grande para el terreno, con sus dos plantas y un altillo símil Tudor, en franco contraste con la humildad uniforme de las casas vecinas. Pero el alquiler era muy bajo y estaba en la zona que buscábamos, próxima a la Ciudad Universitaria donde Octavio da clases de Química y Botánica. Por otra parte se conservaba en muy buen estado a pesar de sus años, de modo que nos decidimos enseguida. Yo estaba embarazada de Bea que nació en el Hospital Español tres meses después de la mudanza. Cuando cumplió cuatro años un gatito gris entró a su cuarto y orinó debajo de su cama. Es Frodo, dijo Bea, y se hicieron inseparables.
En el rincón techado de la galería instalé el laboratorio para mis experimentos con clorofila y otras sustancias análogas. Un colega me facilitó tecnologías que aplican en el departamento de Biología Molecular de la Facultad, y con mutaciones inducidas conseguí modificar el ciclo natural de dos de mis plantas preferidas. Así, las flores del convolvulus tricolor (vulgarmente belle-de-jour) ya no se mueren de noche. Por otro lado el perfume tan singular del cestrum nocturnum ahora persiste también durante todo el día. Estos resultados fueron asombrosos y pensaba publicarlos en alguna revista extranjera cuando estuviesen lo suficientemente maduros y reproducibles. No había leído papers originales al respecto.
Me inquietaba verlo tan abstraído haciendo mezclas que inyectaba a las distintas especies con tanta determinación. Desde muy chiquita Bea lo acompañaba y pasaban horas en el patio mientras yo rezaba para que todos estuviésemos bien. No recuerdo en qué momento comencé a dormir mal, y desde entonces cada noche era de pensamientos.
Una tarde la nena entró temblando pálida y llorosa. La quise abrazar y me apartó con furia, subió a su habitación y cerró con llave. Tenía apenas siete años y fue cuando noté los primeros cambios. Octavio estaba distante, y no quiso explicarme lo que había ocurrido. Monté una vigilancia tenaz y finalmente, muy a su pesar empezamos a frecuentar a los médicos. El pediatra nos derivó a una psicóloga y también se sumaron un nutricionista y una dermatóloga. Ninguno lograba dar con el origen de los frecuentes cambios de humor, y mucho menos de su palidez verdosa y de aquellas pápulas tuberosas que le aparecían en el cuerpo por las noches y la obligaban a rascarse sin parar. Los días de calor las venas de sus brazos se endurecían como nervaduras y su cabello crecía abundante, enmarañado y quebradizo, imposible de peinar.
El dictamen médico fue anorexia y bulimia y les dieron a mis padres instrucciones precisas. Mamá las tomó como una orden superior, y mi peso pasó a ser su obsesión. Discutía mucho con papá a quien hacía responsable de mis conflictos. La única que estaba de mi lado era la psicóloga, con quien he tenido charlas muy reveladoras. Con el tiempo mi tacto había disminuido y la comezón por las noches fue cediendo hasta casi desaparecer.
Bea se negaba sistemáticamente a comer y solo bebía agua. Siempre tenía sed, y detestaba mi empeño en alimentarla, aunque aceptaba los suplementos de vitaminas y concentrados calóricos que ella misma había seleccionado de un sinfín de libros y recetas. Demasiado inteligente, como decían los especialistas, conocía muy bien su situación. Alumna brillante, no necesita estudiar me decían en la escuela, traía las mejores notas. Rechazaba sobre todo las frutas y verduras, porque los vegetales también son seres vivos, y los más indefensos en la cadena alimentaria.
De chica comía moscas hasta que empezaron a vigilarme. Cazaba mariposas y arañas y otros bichos y los llevaba a un lugar secreto donde crecen las Venus Cazamoscas. Yo misma las alimentaba. En ese rincón las plantas son carnívoras, él lo sabía. Algunas muy desarrolladas devoraban ranas, colibríes y hasta ratones. Había flores acampanadas de pétalos turgentes que goteaban un néctar viscoso y otras más gruesas ahuecadas hacia arriba como las manos de un mendigo exigiendo su limosna. Descubrí una noche que una de las tulipas se había cerrado y se agitaba como un péndulo enloquecido. De su boca asomaba una lengua filiforme y trémula. Me acerqué y la tomé suavemente entre mis manos. Dentro de la campana purpúrea se adivinaba la sombra de una ratita que luchaba por su vida. Entonces entreabrí los pétalos y empujé hacia adentro la cola del roedor. Y recordé algo que había leído hacía poco: “cuando nacemos nuestro cuerpo empieza a morir; cuando morimos, empieza a vivir…con una vida distinta ¿Quién se atreve a decir que un cadáver es un cuerpo muerto? Habría que preguntarles su opinión a los gusanos: dirán que nunca han gozado de mejor salud”. *
Una tarde encontré a Frodo masticando pasto y vomitando. Así se purgan los animales me dijo papá, pero a mí no me dio asco. Más bien lo viví como una traición de nuestro gato, que siendo carnívoro, ahora se ensañaba contra los tiernos brotes verdes arrancándolos de cuajo para regurgitarlos apestosos y sin vida.
Bea suele teatralizar. Dame el gusto y al menos come una fruta, le dije un día pelándole una banana. Con el brazo en alto la sostuvo como un trofeo y exclamó: perdona a mi madre, noble fruto, indefenso y sin derechos, arrancado de tu hábitat tropical. Y siguió con una diatriba contra los osos pandas, esos asesinos impunes, gordos y holgazanes que amparados en el anonimato que les confiere su natural antifaz, diezman las plantaciones de bambú. Y los ecologistas embobados dicen “los pandas están en peligro de extinción”¡Que se mueran! Entonces dejó con cuidado la fruta en la mesada de la cocina, cubriéndola con su cáscara como si arropara a un bebé. Después se agachó y agarró un trozo de carne cruda del platito de Frodo, se lo metió en la boca y lo estuvo masticando, hasta que por las comisuras empezó a salir su saliva sanguinolenta.
El jardín siempre me pareció inabordable. Según el plano ocupa un tercio del lote, y sin embargo, recorrerlo podía llevar una eternidad. En ocasiones me sentía amenazada por esta selva sin fondo. Me inquietaba el silencio que emanaba de la densidad verdinegra, poblada de árboles y lianas, enredaderas y hierbas que proliferaban con una calma tan perturbadora. A veces me detenía a mirar y me parecía verlas crecer. Hasta creía que cambiaban de lugar: un día descubrí que el roble sedoso se había acercado hasta el límite de la galería, y una de sus raíces empezaba a levantar las baldosas. Octavio decía que yo deliraba.
Una mañana encontré la cabeza de Frodo. Había salido a regar las hortensias y el chorro de la manguera la hizo rodar sobre el pasto recién cortado. Parecía una pelotita de tenis sucia; siempre cae algo de los chicos de al lado, pero al levantarla reconocí la carita y quedé paralizada. Le faltaba una oreja y en sus órbitas vacías viboreaban decenas de gusanitos blancos increíblemente veloces. Llamé a Octavio quien se animó a envolver con tres bolsas de plástico a lo que parecía un peluche macabro. Acordamos en no decirle nada a Bea, tan sensible y con esa maldita anorexia que nos tenía tan preocupados.
Al anochecer el sol es una lámpara a punto de extinguirse en las tinieblas y las plantas se visten de otro color. Desde mi ventana miro este reino de robles, abedules, fresnos y árboles infinitos que aguardan en un silencio empecinado. Hasta que el viento agita sus copas y los hace aullar, y bajo la luz de la luna se mecen como el lomo de un mar convulsionado. Si echasen a andar, serían un ejército que destruiría todo a su paso. Los animales huyen o atacan, los árboles se quedan en su sitio, sumidos en su paciente tenacidad vegetal.
Debo echar raíces, nos dijo un día mientras daba sorbos de agua de su vaso de vidrio verde esmerilado. El verdor me convoca. Bea solía hacer intervenciones breves y en ocasiones desopilantes. Pero esa vez creo que con Octavio sentimos el mismo desasosiego.
Es medianoche y un crujido en la escalera nos despierta. Es ella, le digo a Natalia, que salta de la cama asustada. Esperamos unos instantes y salimos de la habitación para seguirla. La puerta que da a la galería está abierta de par en par y nos asomamos. Una luz brumosa y pesada nos encandila. Bea está parada junto al roble, desnuda, verde como un tallo verde, y nos mira, ahora sé que por última vez. Sus párpados son dos pétalos turgentes que se empiezan a cerrar. Tan bella de día, tan salvaje en la noche. Instintivamente cubre con pudor su sexo que ya no es humano. Se aferra a un brote que se yergue en la base del árbol colosal que toma ahora un giro antropomorfo, de repugnante sensualidad. Sus ramas son tentáculos que brillan cubiertos de sudor en sus recodos. Y entonces, de repente Bea nos da la espalda abrazada al tronco, hunde su cara en la madera para morder la corteza y succionar la savia, y se funde apasionada en el árbol que la recibe en su lecho como un amante.
¿Oís esa musiquita? **, le pregunto y Natalia me dice que tiene frío, que va a preparar un té de hierbas.
FIN
* La hija de Rappaccini (Octavio Paz)
** https://youtu.be/NTUZMeS01hE
Autor:
Alejandro Alvarez Gardiol