
Son las dos de la tarde. En el puerto de Split ubicado en Croacia, pegado a las lanchas de excursión estacionadas y enfrente de los restaurantes que dan al mar, un bote equipado para transportar a diez pasajeros permanece amarrado en el muelle. Mirko, el conductor y guía del paseo, les hace señas a las dos chicas que se aproximan corriendo.
“Son las dos pasajeras que faltan, con ellas completo la tripulación del gomón”–piensa–. Una de las chicas es de estatura “interesante”. La altura que tiene es parecida a la de la mayoría de sus amigas croatas. Esbelta, de cabello muy negro y brillante, pero de un color de piel oscuro. “Es evidente que no es de acá” –concluye. Mientras le da la mano a la recién llegada para que se acomode en la popa, no puede evitar mirarla unos segundos. “La chica es hermosa” –piensa.
La otra joven, al parecer su amiga, por el contrario, es de contextura mediana y lleva el cabello rubio recogido. De uno de sus hombros cuelga un bolso sintético y, del otro costado, su brazo en flexión aprieta a la altura de la cadera un salvavidas redondo con la cabeza de un oso de plástico pintado. Cuando los pasajeros ocupan sus lugares, Mirko pone en marcha el motor y gana velocidad en muy poco tiempo. Los tripulantes, desorientados por el bamboleo intenso, se aferran con las manos a los bordes de los asientos.
–Es por el viento –dice alzando la voz–. No se asusten. (Lo dice en inglés). El bote debe ir ligero para poder navegar por encima de las olas –Después mira a la chica del salvavidas, que va callada. Se inclina de costado mientras sujeta con una sola mano el volante y, con la otra que tiene libre, saca del interior de una gaveta un salvavidas alargado de color verde flúo y se lo alcanza–. Es más elegante éste que el que tienes, ¿no?
La chica se ríe y le contesta en un inglés bastante fluido.
–Síiii, está bastante mejor. ¡Gracias! Es el único salvavidas que encontré en la casa donde paro. Mi amiga me convenció de venir, pero… ¡No sé nadar! ¡Ella me cuida!!! ¿No es cierto, Alessandra?
Alessandra, la esbelta “interesante”, responde:
–¡Por supuesto que voy a cuidarte! ¡No podíamos dejar de conocer la Isla Dorada! Y dime, Mirko, tienes vino, ¿no? La publicidad decía: “En la excursión se les ofrecerá a los tripulantes vino de la región, de una bodega familiar”, y me encantaría tomar unas copitas. Lo tienes, ¿verdad? –La chica morena y alta se lo queda mirando…
“Habla bastante bien el inglés”, vuelve a pensar Mirko.
–Síii, por supuesto que tengo vino… Y, díganme, chicas –alzando la voz–, ¿de dónde son?
El bote salta más de la cuenta y Mirko tiene que poner atención al oleaje que golpea de frente y lo saca de punto. Cuando logra domar las olas y estabilizar el curso, vuelve a poner la vista en las dos pasajeras que lo acompañan en la popa. Ahora conversan con la pareja de españoles adultos que se ríen de algo que la chica alta y morena les cuenta…
–Yo soy de Paraguay y trabajo como azafata en la línea aérea Emirates con sede en Dubai. ¡Mirko! Oye, Mirko… ¿Me escuchas?
–¡Y yo soy de Brasil, de la ciudad de San Pablo! –grita la otra, en un inglés bastante claro.
–¡Sí, te escucho, Alessandra! ¡Y a ti también, chica de San Pablo! –responde Mirko dándoles la espalda y mirando a la proa. Están llegando al primer punto de la parada, la isla Trogir.
–Mirko, te decía que cuando dispongo de algunos días libres suelo vacacionar en lugares que me gustan. Los visito varias veces al año, por ejemplo la ciudad de Estambul. ¡Vengo de pasar dos días allí! ¡Pagué el pasaje sólo unos cien euros! ¡Consigo importantes descuentos a través de mi aerolínea!
–¡Genial! ¡Conozco Estambul…! Y ¿qué es lo que más te gusta de esa ciudad, si se puede saber, Alessandra? –le pregunta Mirko alzando otra vez la voz…
“El viento sigue bravo”, piensa. Se distrae unos segundos. Le interesa conversar un poco más con la azafata que lleva puesto un bikini blanco. Sabe que es blanco porque el pañuelo que le cubre las piernas se le vuela de vez en cuando.
–¡Oh! De Estambul lo que más me gusta… ¡son sus gatos! –dice Alessandra–. ¡Los adoro! Ellos están en todas partes, casi te diría que son los dueños y señores de la ciudad…
–¿Los gatos? ¿Y por qué los gatos?
–¡Porque los amo, te digo! –ríe–. Estambul es uno de los lugares en donde más se los respeta. Aun cuando son callejeros, el municipio se ocupa de alimentarlos, de que reciban las vacunas necesarias e incluso, en muchos casos, se les asignan lugares donde pueden dormir. Les saco fotos cada vez que voy. ¡Son adorables! Algunos se dejan acariciar por los transeúntes que caminan por las calles. Otros duermen en los escaparates de las tiendas de sus dueños…
“Estamos llegando, debo aminorar la velocidad, si me distraigo el viento me tira el bote contra la pared de piedra y… la pintura para retocar el casco está imposible, cada vez más cara”. Mirko ya no escucha a la muchacha que sigue contando…
–¿Sabías que he visto algunos felinos que aprovechan el aire acondicionado de los negocios de ropa cara y duermen sin problemas en la vidriera del local? En cambio, los gatos de las tiendas callejeras hacen su siesta en alguna caja de souvenirs que los turistas compran. Me encantan esos lugares en donde se compran recuerdos…
“¡Por fin! ¡Qué tarde de viernes! ¡Y ventosa! Y… la chica morena que me está calentando…”, piensa Mirko.
–Alessandra, querida, las historias de gatos me interesan, pero debemos atracar –le dice. Luego alza la voz un poco más para que toda la tripulación lo escuche–: ¡Chicos, tienen veinte minutos libres para caminar por el poblado! Los espero aquí, luego de la caminata. ¡Estaré en el bote!
Los turistas bajan despacio con la ayuda de Mirko, que les tiende la mano. En pocos minutos, solo el guía y las dos chicas quedan parados junto a la amarra en donde está atado el gomón.
–Mirko, apenas escuchaste mis historias de gatos. Deberías resarcirme con algo de… ¿Una copita de vino, tal vez?
–Oh sí, no tengo copas pero un vasito de plástico te conformará igual… ¿Te parece, Alessandra?
–¡Por supuesto! Estella y yo nos quedaremos contigo. ¿No es cierto, amiga?
–Me encantaría, pero… ¡Sólo unos vasitos, Alessandra! No hagas que te cuide yo a ti –La chica brasilera abraza a su amiga.
–Mirko, ¿qué te parece? Entonces, ¿nos quieres de compañeras?
–¡Cómo no!… Y tú, Alessandra, cuéntame un poco más sobre tus gatos de ciudad. Ahora te escucho tranquilo…
La chica menea la cadera y sube otra vez al gomón. Mirko ve cómo se contonea cuando él abre la tapa de la heladera que lleva a bordo. Descorcha la botella y mira cómo se relame chupándose despacito el resto del vino que le quedó en el labio inferior y luego bebe otro sorbo y mueve la cola, se relame de nuevo y limpia con la lengua lo que ya no queda…
–Más vino por favor, Mirko. ¡La tarde recién comienza! –vuelve a pedir la chica. Los ojitos se le iluminan y el pañuelo otra vez se le vuela y Mirko le mira las piernas y otra vez le invita un trago.
A las cinco de la tarde, cuando el sol ya no cae en vertical y el viento parece haber amainado un poco, Mirko y la tripulación llegan al destino final del recorrido. Las dos chicas que van en la popa dejan de conversar para escuchar las recomendaciones del guía de la excursión.
–A la isla “Dorada” se la promociona por la claridad de las aguas y por el extenso banco de peces tropicales que alberga. Ofrezco los últimos vasos con vino y, cuando atraquemos, les daré a cada uno de ustedes un snorkel para que puedan ver con claridad cómo se mueven los cardúmenes bajo del agua. ¡Disfruten de la estadía! El lugar es muy bonito. Los estaré esperando aquí, como hasta ahora– dice Mirko en voz alta–. Después, como es su costumbre, aprovecha el momento en que los tripulantes no están para meterse en el agua y lavar el casco de la lancha con una esponja de tramado grueso que quita el salitre que ha acumulado en la semana.
Pasada una media hora y no muy lejos del lugar de donde está sumergido, puede ver cómo las dos amigas, la azafata de Paraguay y la chica de Brasil, lidian subidas a una tabla de SUP. Evidentemente hoy estaban empeñadas en requerir de su atención más de lo normal. Alejadas del grupo habían optado por otro entretenimiento. Observa cómo dos hombres conducen la tabla. Uno va adelante, nadando con una mano y sosteniendo la punta de la tabla con la otra, y el segundo hombre la dirige de atrás, pataleando con fuerza en el agua para ganar velocidad.
–¡Alessandra, amiga, yo no vine para esto! Yo tengo novio en San Pablo y… no quiero líos, te digo. Sabes que soy mujer de un solo hombre.
–¡Estella, no seas exagerada! Sólo son dos chicos amigables que ofrecen llevarnos a dar una vuelta en tabla. ¿No, amigo? –Alessandra le pasa los dedos en un amago de caricia por los hombros del hombre que la conduce a… “¿A dónde le dijo que la llevaría?”. La cabeza le da vueltas y… sólo escucha la voz de Estella diciéndole…
–A mi novio no le gustaría nada saber que estoy arriba de una tabla de un chico que no sé de dónde es ni a dónde me lleva. Nos estamos alejando de la costa y si me caigo no hago pie y… ¡Ya sabes, Alessandra, tengo miedo! ¡No sé nadar!
–¡No seas tonta, Estella! Mira al que está detrás de ti… ¡No te saca los ojos de encima, mejor dicho de tu culo! ¡Jaaaaa! –La chica azafata se tambalea cuando ríe y se agarra como puede del brazo de la muchacha de San Pablo, que casi está a punto de llorar.
–¡Alessandra! ¡No estás en tus cabales! ¡Estás ebria! Vi cómo te tocaba las piernas el que va adelante cuando te ayudó a subirte a la tabla.
–¡Cállate, Estella, vas a asustar al conductor de mi nave Azul!!! Una nave muy plana, húmeda y ¿mojada? Ja, ja, ja
–Y dime, Alex, ¿adónde nos llevas? Mi amiga está asustada, ¿sabes? Tu amigo, el de atrás, casi no le habla. No es cómo tú. Tú pareces muy tierno y cariñoso y me gustan tus manos suaves… –Apoya una de las suyas en las del hombre que nada con la otra que le queda libre.
–Alessandra, pregúntale adónde nos llevan. ¡Por favor! ¡Tengo miedo!
–Ahhh. Te lo dije cuando subiste a la tabla. Lo que pasa es que estabas tan asustada cuando te ayudé a subir, que ni escuchaste.
–¿Qué es lo que debía escuchar, Alessandra? Dímelo ahora. Estoy al borde de un ataque de nervios.
–Te decía que Alex me invitó a su barco a tomar un trago. Es aquel de allá. Creo. ¿Lo ves? ¿No es terrible? Parece una nave de fabulosa y… Me vas a acompañar en el paseo, ¿verdad?
–No, amiga, ¡claro que no! Tenemos que volver al gomón. Nos estamos alejando demasiado. ¡Debemos regresar, te digo! Allí quedaron nuestras cosas. ¿Me escuchas, Alessandra?
–Estella, ya llegamos. ¡Es un yate fabuloso! ¡Y qué calado! Me gustaría saber cómo vamos a subir…
–Alessandra, los chicos nos llevan hacia aquella escalera… ¿La ves? Esa de metal. Está en la “proa” del barco, creo así que se dice…
–Sí, la veo.
Alessandra casi no la escucha. Se distrae porque los cuatro: los dos que nadan y ellas que discuten arriba de la tabla de SUP, pasan por los laterales del casco de la nave. Mira hacia el frente para sonreírle al rubio que conduce y que la está mirando y luego voltea la cabeza para estudiar al de cabello oscuro que patalea. Entonces, levanta la vista hacia arriba y los ve. Cuatro cabezas rubias, de cuatro hombres “muy bronceados y muy musculosos!” asoman por encima de las barandas del yate. No les distingue los rostros, tampoco los ojos. “Estoy segura de que sus miradas brillan” –piensa–. Permanece callada. De pronto parece haber recobrado de golpe la coherencia…
–¿Sabes una cosa, Estella? Los chicos parecen atractivos, muy lindos, muy… ¿cómo te diría?… muy “gatos”…
–Muy peligrosos. ¿No, amiga? –la brasilera le susurra la pregunta al oído, esperando a que Alessandra voltee y le sostenga la mirada.
“Sí, creo que se ven algo peligrosos y son muchos –piensa Alessandra sin darse vuelta–.
Yo, que admiro a los gatos de Estambul, ¿será hora de comportarme como una gata de ciudad? ¿No será que son muchos machos juntos?”
Cuando las chicas están por trepar a la escalera que las conduce a la proa del yate, la chica castaña pierde el equilibrio y se cae al agua.
–¡Ay, Alessandra! Pero, ¿qué te pasa? ¡Me vas a hacer caer de la tabla! –grita la chica que no sabe nadar. No puede creer cómo su compañera se cayó al agua–. ¿Por qué te tiraste de la tabla, Alessandra? ¿Estás loca?
–¡Perdón, amiga, por hacerte poner tan nerviosa! ¡Perdí estabilidad! Ya sabes, el vino… –Alessandra no sube de nuevo a la tabla y se queda aferrada al brazo del hombre que la sostiene por la cintura para que no resbale de nuevo–. Estella, ¿sabes que tienes razón acerca de lo que me dijiste?
–Sí, amiga, dile a tu chico que nos regrese a la playa. Ahí si quieres le das unos besos y te despides. Sabes que es lo mejor. Escucha, ¿no es Mirko el que nos llama? ¿Escuchas?
Mirko hace sonar el silbato. Sabe que todavía falta media hora para la partida, pero no importa. A veces sus clientes se desorientan, como las dos chicas que no se ponen de acuerdo arriba de esa tabla. Por lo general el instinto de conservación casi siempre gana. Por las dudas… un llamado no viene mal, la tarde se acaba y tal vez la chica de Paraguay acepte su invitación para salir en la noche.
Autora:
Analía Rodriguez