
No puedo escribir. Lo intento de muchas maneras, pero la tarea siempre termina siendo estéril, tal vez porque estéril ha sido casi toda mi existencia. Si aún conservo algún deseo, es el de escribir. Ya sea inmerso en el bullicio de un bar, en las tediosas salas de espera de PAMI o escuchando a Chopin en mi cuartucho. Pero mis dedos no responden. Acá estoy, clavado en el año 2057, sin nada nuevo que contar. Como un animal moribundo que, a diferencia de otros animales, posee el filoso don de la memoria.
Alguna vez tuve trabajo, hogar y mujer. Una vida ordenada y hasta simétrica, podría decirse. ¡Hasta agenda tenía! Tan estructurado era que imaginaba y planificaba diálogos mucho antes de que se produjeran. Por ejemplo, si tenía que ir a la panadería, unos cuantos metros antes de llegar a destino ya maquinaba el comienzo de la interlocución: “Buenos días, ¿tiene bizcochos de hojaldre? Llevo siete”. Y cuando la panadera anunciaba el número que me había tocado, culminando así con la inevitable ansiedad que me carcomía por dentro, yo repetía cada una de las palabras que había escogido previamente. Era como un déjá vu que solo existía en mi enfermiza mente. No dejaba detalle librado al azar y, cuando algún imprevisto, por más mínimo que fuera, alteraba mi guión mental, me angustiaba hasta límites que ni el mismísimo Freud sospecharía.
Así y todo, como te contaba, tenía trabajo, hogar y mujer. Conchabo y fémina estables, obviamente. Me desempeñaba en la administración pública, en una labor tan rutinaria como bien remunerada, y en momentos de ocio leía o tocaba la guitarra. Marisa, mi novia, también trabajaba, por lo que nos veíamos recién a la tardecita o noche. Cenábamos siempre a la misma hora, mirábamos televisión y, algunas veces, hasta nos encontrábamos sexualmente. De todos modos, creíamos estar enamorados y ser felices. ¡Ay, misterios de la dicha conyugal! Sin embargo, ¿quién ha sido lo suficientemente dichoso como para andar juzgando la felicidad de los demás?
Cierta mañana, todo empezó a cambiar, cuando leí un correo reenviado por un amigo, en el que se me informaba sobre la posibilidad de recibir una beca de postgrado en Madrid. Nunca imaginé que un frío mail cambiaría radicalmente mi destino. Hacía rato que anhelaba conocer la capital española, un deseo quizá cimentado en el excesivo consumo de películas de coproducción argentino-española. Además, representaba una inmejorable chance para mi crecimiento intelectual y, quizá, profesional. Y, como frutilla del postre, lograría estar a diez mil kilómetros de mi insoportable y soporífera madre. Ante este nuevo panorama, sopesando ventajas y desventajas, me rompí el marote para elegir las inequívocas palabras con que le comunicaría el nuevo cuadro de situación a mi pareja.
Ya anoticiada al respecto, Marisa se entusiasmó mucho, aduciendo que era una oportunidad única e irrepetible. Dijo que allá conseguiríamos trabajo fácilmente y manifestó la conveniencia legal de casarnos en España, generando en mí un cagazo mayúsculo. Finalmente, solicité una licencia sin goce de sueldo en mi trabajo y ultimamos detalles para la partida. Pero como Marisa debía definir algunas cuestiones laborales y vender algunos muebles aún, decidimos que yo me instalaría primero en Madrid y la esperaría allí.
Acordé con mi amigo Javier, quien desde hace varios años residía en la ciudad española, para alojarme algunos días en su departamento. Antes de comenzar con mis estudios, oxigené mis pulmones en el Parque del Buen Retiro, pude recrear mis ojos con algunos originales de Goya y Velázquez, y comprobé lo exigentes y gélidos que son los hinchas del Real Madrid.
Una noche huérfana de luna y estrellas, me adentré en la exuberante noche madrileña. Para degustar algunos tragos y olvidar la vida por un rato, nada más. Me sumergí en las penumbras de un pub, una especie de sótano en el que convivían rítmicamente turistas curiosos como yo junto a siniestros especímenes que parecían haber sido paridos y abandonados allí mismo. Y entre tanta oscuridad, una pequeña y preciosa luz me encegueció. Aún hoy recuerdo vívidamente el vestido que lucía, sus ínfimas botitas rojas, aquel perfume que me obnubiló. ¿Cómo explicarlo? Son apenas instantes dichosos de nuestras vidas, en los que parecieran abrirse de par en par las puertas de nuestra percepción, para que podamos sentir plenamente y comprenderlo todo. O, al menos, nos queda esa sensación. Eso fue lo que sentí cuando ella pasó a mi lado y yo, casi flotando e inesperadamente envalentonado, le susurré algo al oído. No recuerdo bien qué le dije, creo que algo referente a su vestido. Ella solo respondió con una exquisita sonrisa (tiempo después admitiría que ni siquiera me había escuchado). Luego fue el tiempo de las palabras, en un diálogo que suelo evocar. Se llamaba Jeaninne, era una estudiante universitaria francesa y disfrutaba de sus vacaciones en Madrid. Conversamos en inglés (mi conocimiento sobre el idioma francés es realmente execrable), hasta que las palabras ya no fueron necesarias. Poniéndole fin a un breve silencio casi incómodo, y gozando por primera vez en mucho tiempo de una ficticia libertad, la besé. Una y otra vez. Y fuimos los últimos en irnos de aquel bar, con pasos errantes y dichosos. Románticamente alcoholizado, olvidé la dirección del departamento de mi amigo, pero un negro que intentaba vender las últimas latas de cerveza me orientó bajo aquel amanecer que nunca olvidaré.
Esa noche frenética fue como un terremoto que arrasó con mi insípida existencia. El primer acercamiento de una mujer, y qué mujer, bastó para que mi relación conyugal se derrumbara por completo. Porque esto significaba un derrumbe, sin lugar a dudas, la certeza de que no amaba ni amaría nunca a Marisa. ¡Pobrecita! ¡Si hasta me había enviado fotos de posibles vestidos para nuestro casamiento! ¡Y se la veía tan alegre! Pero lo peor de todo, lo más aberrante, créeme, no fue eso. Aquella noche, mientras dormía abrazado a la francesa luego de consumar nuestro ¿amor?, soñé que regresaba a Argentina junto a ella y la presentaba como mi nueva pareja ante mi familia. ¡Otra vez Freud y la interpretación de los sueños! ¿Alguien puede realmente bucear en las profundidades de ese verdadero Riachuelo que es el alma humana?
Así es como mis progenitores conocieron oníricamente a Jeaninne, mi novia blonda y francesa. ¡Si hubieras visto la expresión de mi padre! Creo que nunca lo había visto tan pleno y satisfecho. ¡Viejo racista! Para que te des una idea, cuando nació mi sobrino Tomás, en medio de la algarabía reinante lo descubrí con cierta actitud taciturna, casi apesadumbrado. Y cuando ya nos retirábamos del sanatorio, mi padre se detuvo ante un niño rubio y de ojos claros para exclamar: “¡Así debió haber sido mi nieto!”. La madre del chico, horrorizada, apartó a la criatura y ambos se marcharon raudamente. ¡Un verdadero monstruo! Un monstruo de carne y hueso en el que, quizá, también me he convertido yo con el paso del tiempo.
Lo cierto es que mi idilio con Jeaninne fue un sueño convertido en realidad. Nos encontramos varias veces durante su estadía en Madrid, y luego comencé a visitarla en su departamento parisino. Pero yo debía definir mi relación con Marisa. Ella ya había resuelto sus cuestiones laborales y se aprontaba para el viaje, pero yo sabía que era en vano. Más temprano que tarde, la separación era inevitable. ¿Algo justificaba su inminente desarraigo? ¿Viajar miles de kilómetros para reencontrarse con una persona tan distinta a la que había conocido? Finalmente, le comuniqué mi desamor. Sin embargo, mi cobardía me impidió confesarle que había conocido a otra persona, aunque ella no tardó en sospecharlo. Mantuvimos una larga conversación, mediante una fría y remota videollamada de Skype. ¡Así definimos nuestra situación conyugal! Yo sentía como si una filosa espada me atravesara el pecho, ella lloraba a moco tendido. Y sucedió algo casi irónico. La comunicación empezó a interrumpirse por problemas técnicos y, cuando esto sucedía, me aparecía una enorme foto de Marisa junto a mí, una especie de ícono, donde se nos podía ver tan sonrientes y joviales. ¡Cuánto dolor! Esa noche me emborraché de tristeza, lloré infinitamente y escupí toda mi culpa.
Pero creía estar finalmente enamorado y logré recuperarme. Casi todas las semanas cursaba mis estudios de postgrado y, cuando mis tiempos de ocio y mi economía lo permitían, me hacía una escapada a París. Me recibía Jeaninne en su cálida buhardilla, en el último piso de un típico edificio haussmanniano. Durante el día, ella estudiaba Historia del Arte en la universidad y yo procuraba emular a aquellos grandes artistas de la bohemia parisina, escribiendo en bares o tocando la guitarra. Junto a dos músicos amigos improvisamos una pequeña formación y tocábamos a la gorra frente a la basílica del Sacre-Coeur. Independientemente de si fuera buena o mala nuestra recaudación, al anochecer recogíamos nuestros instrumentos y regresábamos cantando, atravesando esos puentes llenos de vida y palpitaciones. Estábamos en la ciudad correcta y en el momento indicado, o al menos eso pensábamos. Y yo sabía que al retornar al ático junto a Jeaninne, disfrutaríamos de una buena comida caliente y de la áspera caricia de un vino, antes de hacer el amor y dormirnos plácidamente. Yo aguardaba a que ella se durmiera primero, para observar su magnífica figura a la luz de la luna y escuchar su respiración, tan suave, tan delicada que a veces me hacía sentir una bestia rumiante. ¿Cuándo se daría cuenta? Yo solo disfrutaba el momento, mi momento. ¡Ya ni agenda tenía!
Pero el amor siempre es perecedero. Y un 18 de mayo recibí un mail de Jeaninne en el que me comunicaba su desamor. Utilizaba como pretexto los inconvenientes que acarrea cualquier “amor a distancia”, pero nuestra verdadera diferencia era etaria. La comprendí rápidamente, pero con un insoportable sufrimiento. Padecí un prolongado período de depresión que me imposibilitó continuar con mi carrera de postgrado. Regresé a Argentina y, lo que es muchísimo peor, me vi obligado a vivir tres años en la casa de mis padres. Intenté rehacer mi vida sentimental dos o tres veces, con nulo éxito.
Cierta tarde de invierno, caminaba por mi barrio y me topé con una familia. Los padres iban adelante, ensimismados y con gesto adusto. Los niños, dos varones, correteaban alegres por detrás. Cuando la madre se aproximó a mí, casi me congelo (y no del frío). Era Marisa. Solo atiné a subirme la bufanda, bajarme la capucha y hacerme bien el sota. ¿Qué otra respuesta podía esperarse de un miserable? Creo que no me vio. Uno de sus hijos, pobrecito, tenía una nariz muy parecida a la mía. Aquella situación me generó una gran satisfacción y hasta me alegré por ella.
Ha pasado demasiada agua bajo aquellos puentes de París. Aquí me ves, mínimamente jubilado, en geriátrico provincial y sin mujer. Corre tan poca sangre por mis venas, es inminente la última gota. Ya han espichado siete viejos desde que estoy aquí. Tras sus muertes, entraron tres o cuatro personas a sus habitaciones y en cuestión de minutos no quedó absolutamente nada. Ya han sido reemplazados por otros siete viejos, y ya estamos haciendo apuestas sobre cuál será el último en morirse. A cierta edad, solo somos recuerdos, créeme, los mejores recuerdos. Por eso algunas tardes, cuando mis huesos concuerdan conmigo, me deslizo lentamente hacia el patio, muy lentamente, me agacho ante la planta más alta, inhalo profundamente y rememoro aquellas caminatas en el jardín de Luxemburgo aferrado a la mano de Jeaninne.
Autor:
Matías Torno