Publicado en: 15/06/2022 Humberto Lobbosco Comentarios: 0
  1. Roberto Arlt y El Juguete Rabioso

Cuando era jovencito lo veía como un hermano mayor al que quería parecerme. Hasta me peinaba de esa forma que me hacía pensar que siempre tenía la cabeza partida al medio y la mirada toda llena de luz para ver desnudo de toda mentira el mundo que lo rodeaba. Leía su vida y me parecía que era otro un mi otro hermano igual al hermoso Franz Kafka, que se veía a sí mismo como una estrella (Astier) estrangulada en el nudo formado por tres hilos (el germano, el checo y el judío) que lo constituían y lo hacían ser lo que era, hilos antiguos retorcidos que se entrelazaban para anudarse y ahogarse en la misma pedagogía de los asesinos del alma que mandaban a dormir a los chicos prometiéndole la paliza para ese mañana que hasta a mí no me dejaba dormir. La misma pedagogía prusiana que primaba en el imperio austrohúngaro los había maleado. Uno en Praga y el otro en Buenos Aires, y yo siempre los sentí tan cerca. Kafka me dolía en todos los sentidos y de Arlt me dolía que se hubiese muerto tan joven con el corazón explotado porque el mundo no le pareció hasta el último momento un espacio para vivir. Siempre fui arltiano, desde mis primeras lecturas, y claro, El juguete rabioso me atrapó definitivamente una mañana que llegó por debajo de la puerta de casa echado por la mano de Cirilo el diariero, que dejaba diarios y revistas cuando en este país en los hogares de la clase media se recibían y se leían un montón de libros y diarios y revistas que trataban todos los temas, desde la Media cabeza con los pronósticos de las carreras de caballos que mi padre estudiaba, hasta las revistas de moda que mamá leía con gesto de desgana o las varias publicaciones para mi hermana o para mí con aventuras que hoy parecerían estúpidas o reñidas con la igualdad de género. Allí estaba una mañana, en el zaguán, la edición de El juguete rabioso. Imaginaros pues la sorpresa cuando arranqué a leer una vez vuelto del colegio…  ¡Algo extraordinario!… Era una cosa de locos eso que tenía en las manos. Hoy pienso que se la puede y debe leer a cualquier edad, pero estoy convencido de que si la lees de adolescente, jamás se irá de tu lado ni te olvidarás de ella.

Cada lector va componiendo a lo largo de su vida su propio canon, que muchas veces va cambiando según van pasando los años, porque siempre aparecen en la experiencia de la vida y la lectura escritores y obras que van acomodándose en sitiales de preferencia que estaban ocupados durante mucho tiempo por otras obras u otros autores y otros intereses; y siempre esta especie de paradigma es aleatorio y arbitrario, aunque en cada caso las permanencias y los cambios tienen sus razones y tenemos argumentos que pueden explicarlo.

En estos días que corren caí en la cuenta de que desde casi sesenta años –se dicen pronto, pero son muchos años en la vida de un ser humano común y corriente- vengo construyendo el mío propio, que se ha ido decantando aquí y allá hasta estos casi límites que parecen ser los límites donde todo arroz está pasado y todo asado quemado, pero reconozco que en mi vida de lector en lo que tiene que ver con la literatura argentina tengo mi Abecé intacto… Quiero decir que a mi línea de arranque la conforman desde aquellos lejanos años sesenta, los de mi voraz adolescencia lectora y se conservan inalterados los primeros puestos: allí están Arlt, Borges y Cortázar. Y no me he corrido en todo este tiempo y hoy tengo la grata tarea de empezar a decir algunas cosas sobre una de las más extraordinarias novelas de uno de los más entrañables y amados autores: tal vez uno de los más grandes novelistas, sin duda el más inmenso dramaturgo argentino –no tan llevado a la escena por la muy poblada turbamulta de sus personajes, fabuloso cuentista e insuperable maestro sin duda alguna del periodismo escrito: Roberto Arlt.

Y quiero entrar en la primera de sus obras, editada en 1926, una de las más señaladas por diversas cuestiones que tienen que ver con la aventura y práctica de la escritura y con la teoría literaria y con otras características que pueden abarcar un abanico de índices y marcas que nos abren caminos tan variados como interesantes.

Escribo para contar mi asombro y mi aún hoy gratitud y sorpresa admirativa cuando vuelvo de vez en vez a leer El juguete rabioso, para ir paso a paso leyendo y escribiendo por fragmentos y detalles del arranque de la novela que en un comienzo se tituló La vida puerca, pero que gracias a la buena y generosa lectura de Ricardo Güiraldes, que tanto ayudó a Arlt en su vida y su obra, cambió luego y definitivamente a El juguete rabioso, con el que figura en lista de las novelas de iniciación más famosas del mundo literario.

Novela de iniciación: novela de formación como individuo y novela de aprendizaje del aritsta: Bildungsroman y Künstlerroman

Forma parte de un grupo enorme de grandes obras que narran el desarrollo del individuo, desde su niñez y adolescencia hasta que los encontramos y se nos hacen seres entrañables y amados y entran a formar parte de nuestra familia de papel o son aborrecidos y despreciados y son parte de aquello que no queremos tener cerca porque son seres tan fuertes en su degradación que nos repulsan hasta lo impensado. Estos términos de caracterización fueron acuñados por el filólogo alemán Johann Karl Simon Morgenstern allá por el año 1819. El Bildungsroman es la novela de formación sin más, en la vida común y cotidiana, y el Künstlerroman es la novela de la formación del artista.

En este frondoso campo encontramos, entre otras muchas, maravillas como Tom Jones, de Fielding, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe, El gran Meaulnes, de Alain Fournier, El retrato del artista adolescente, de Joyce.

Cuando empezamos a leer El juguete rabioso, que tiene como personaje principal a Silvio Astier, nos encontramos con que en el arranque mismo de la obra nos confiesa que:

Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

Y quiero detenerme enfáticamente en este párrafo, porque desde el comienzo mismo de la obra el narrador se confiesa un niño que entró en el mundo de la literatura no por el cuerpo enorme y formidable de lo alto y lo culto y lo noble y lo famoso y lo rico y lo consagrado, sino por la vereda de enfrente, por el callejón de las tristes cosas que en el mundo han sido, son y serán.

Hizo su entrada en los deleites y afanes de la literatura: lo que gusta y llama pero cuesta y duele, lo que llena el alma pero se sufre en el pellejo y es fruto de la unión del placer y el esfuerzo, del goce y el dolor. Y ese mundo al que se entra para no salir porque es origen y llama que no se apaga es la literatura bandoleresca: un subgénero no tenido demasiado en cuenta por la crítica más ¿esclarecida?, no la que tiene por personajes a caballeros andantes a la moda del Tirant lo Blanc, que era la flor y luz de la caballería y el heroísmo, sino a aquellos arquetipos sufrientes y arriesgados hasta el borde del abismo siempre enemigos del poder establecido y de toda injusticia y al mismo tiempo y por eso eran amados para siempre por los estamentos más populares, como el Quijote de la Mancha o los bandidos del camino, esos bandoleros que robaban a los ricos pero eran amados por los pobres porque repartían entre los necesitados los frutos de sus trapisondas siempre llenas de aventuras –como aquellos personajes de papel de la Edad Media o como el de carne y hueso Juan Bautista Bairoletto, conocido como «el Robin Hood de las Pampas», que fue asesinado por la policía argentina en 1941 y a quien hoy lo tenemos para siempre en la hermosa canción de León Gieco-  que no te dejaban dormir pero después poblaban tus sueños de fantasías y de encantos.

El narrador del Juguete… al modo más cercano en todo a la picaresca, no nos presenta a su famoso maestro de escritura ni de lectura sino a un personaje pobre y casi andrajoso que formaba parte de la enorme cantidad de inmigrantes que entraban a nuestro país huyendo del hambre, de la pobreza y de la violencia y la guerra que arrasaba Europa en esos años, y nos dice que era un andaluz que había pintado su sucucho con los colores de la bandera de Andalucía (verde y blanco, colores hoy viste el equipo del Betis porque son los colores de la antigua de la región bética de la Hispania romana) y ejerce el trabajo nada bien considerado en esos tiempos de zapatero remendón, en un zaguán de una casa antigua (venida abajo también) de un barrio popular del sur de Buenos Aires.

O sea, tenemos, por así decir, una novela que los lectores más afectos a la sociología dirían que tiene “conciencia de clase”. Para nosotros, lectores gozosos y voraces, es una puerta abierta al vuelo más alto y más suelto. Ya desde las primeras letras empieza nuestro andar de barrilete, siguiendo los andares del viento fresco que brota de la página encantatoria.

Y no se detiene a contarnos en qué alma mater aprendió a los griegos y a los latinos, sino que nos muestra a ese pequeño granuja entrado en años de experiencia aparentemente nada distinguida, y nos describe la decoración de ese tenderete precario diciéndonos que:

Decoraban el frente del cuchitril las polícromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

El escenario que tenemos abierto a nuestro ojos y a nuestra imaginación era un cuchitril, no una sala de biblioteca inmensa ni un anfiteatro de una universidad famosa, decorado no con obras ni reproducciones de obras de los artistas más famosos del mundo, sino con las colorinches tapas de los folletines que por entregas semanales ofrecían los diarios más prestigiosos de esa Argentina que se abría para la mirada del mundo arrasado por la Primera Guerra Mundial como posibilidad de una vida más tranquila y más digna que la que se sufría en esa Europa rota que sangraba por todos lados.

Esos folletines, denigrados por la clase alta –que sin embargo los leía con fruición-, tenían un enorme público lector, y hacían fantasear mundos fascinantes que morigeraban los dolores que seguramente asaetaban a mucha gente de todo tipo y condición, esos tiempos que eran de aclimatación, intentos de adaptación y sueños de integración.

Allí el andaluz les hablaba de esos “héroes populares” como el francés de familia acomodada del Languedoc Daniel Montbars, devenido feroz pirata azote de los mares, conocido como “el Exterminador” y que era enemigo acérrimo de todo lo español desde que había leído los textos del inquisidor dominico Bartolomé de las Casas y se había enterado de las atrocidades que los conquistadores ibéricos cometían contra los pueblos originarios americanos. También les hace amar a Wenongo, El último Mohicano que había escrito el sin par James Fenimore Cooper.

Ellos, porque Silvio -el protagonista está solo, pero casi nunca va solo- va con sus compañeros de escuela y de andanzas y pasaban por allí y:

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

Ellos eran los “atorrantes” que el andaluz maltrataba pero que al mismo tiempo les llenaba las ánforas de la imaginación con ilusiones y chispas luminosas… Y nos lo describe –hay que escribir muy bien para darnos un retrato que cada uno a su modo lo traslada a su imaginación y ya queda improntado como un daguerrotipo o fotografía de familia para siempre-: leamos despacio las características físicas porque ellas nos hacen pensar en las otras humanas más humanas:

Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: «Guárdate de los señalados de Dios.»

Pocas veces vamos a encontrar una intención de monstruizar a alguien por sus defectos físicos como para que esas deformaciones no nos hagan deslizar el sentido hacia lo también monstruoso hacia el terreno de lo psicológico… porque no debemos olvidar que la novela aparece en 1926 cuando la medicina y la psiquiatría y la cultura en general estaba sobrecargada con las teorías del criminólogo italiano Cesare Lombroso y con las caracterizaciones de las perversiones del psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing.

Aparte de esos defectos físicos hay algunas referencias a otras lecturas que el autor seguramente había hecho en ese entonces y le habían impresionado sobremanera, el pie equino nos lleva rápidamente a uno de los personajes secundarios pero tan importantes como el joven Hyppolite, de la infinita y perfecta novela de Gustave Flaubert Madame Bovary, que lleva el caballo dentro de su nombre: del griego hippo – caballo. Y si le sumamos la consideración que le atribuye (el personaje) a su madre: “Guárdate de los señalados de Dios”, vemos la fuerza de las supersticiones, creencias falsas y conductas discriminatorias que aún en los días que corren son horrores de los que no nos podemos desprender.

 

Junio 2022

 

 

Roberto Arlt

El Juguete Rabioso

Los Ladrones

Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

Decoraban el frente del cuchitril las polícromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: «Guárdate de los señalados de Dios».

Solía echar algunos parrafitos conmigo, y en tanto escogía un descalabrado botín entre el revoltijo de hormas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina.

Como era codicioso sonreía al evocar al cliente, y la sórdida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arrugábale el labio sobre sus negruzcos dientes.

Cobróme simpatía a pesar de ser un cascarrabias y por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

Así, entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía:

—Ezte chaval, hijo… ¡qué chaval!… era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete…

Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:

—Ma lindo que una rroza… zi er tené mala zombra…

Recapacitaba luego:

—Figúrate tú… daba ar pobre lo que quitaba ar rico… tenía mujé en toos los cortijo… si era ma lindo que una rroza…

En la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas… todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.

—Zi era ma lindo que una rroza —y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.

Más tarde agregaba:

—Verá tú qué parte má linda cuando lléguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña —y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

—Cuidarlo, niño, que dinéroz cuesta —y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toc… toc… toc… toc…

Dicha literatura, que yo devoraba en las «entregas» numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma:

Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas.

Continuará…

 

Autor: Humberto Lobbosco

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