No podría decirse que al Turco le hubieran faltado oportunidades, no, el Turco era hijo de un empresario textil y no fue la pobreza la que lo condujo a su destino. Sí es cierto que fue un niño curioso, de una curiosidad insaciable y persistente, por eso despanzurró a su perro, para saber qué tenía adentro. Si no hubiera sido tan negligente, si hubiera tenido más amor por el estudio hoy no sería el sicario más temido del país, hoy sería, tal vez, un eminente cirujano, porque inteligencia no le falta, y sangre fría y destreza para el manejo del cuchillo, menos. Sí, así es, si hubiera sido menos negligente y un poco más estudioso hoy no tendría los recuerdos que tiene de aquella vez que estuvo en cana, siendo todavía un chico, y cayó en las manos del comisario Balmaceda, hoy recordaría el día de su graduación y los honores a que hubiera tenido acceso por su brillante desempeño como cirujano. Pero no, nada fue como hubiera podido ser y de lo que el Turco hoy no puede olvidarse no es de sus triunfos intelectuales sino de aquella vez que estuvo preso y conoció el dolor y la desesperación en las manos expertas de Balmaceda. En esos tiempos, muy chiquito todavía, andaba soldadeando por ahí y lo pescaron con una bolsita de cocaína. Una vez adentro era Balmaceda quien lo mandaba de escruche por las noches junto a otros pibes. No olvidaba, tampoco, que si no traían algo de la excursión Balmaceda los fajaba con la goma abajo de la ducha helada o los picaneaba en las bolas o las encías. Ni siquiera lo respetaba a él, que rápidamente se había convertido en el poronga de la tumba. Sabía que de esa manera lograba que le perdieran el respeto, que haciéndolo llorar y suplicar lo desprestigiaba, y porque lo sabía más lo hacía y más lo gozaba. Por eso el Turco se la tenía jurada, y ya tendría la oportunidad, era cuestión de tiempo, ya llegaría el momento. Pero ahora no era el turno de Balmaceda, todavía no, ahora estaba en ese hotelucho de mierda, en ese pueblo de porquería, recostado en esa cama piojosa, después de haber cenado un sándwich de crudo y queso en un bar de nombre Chaplin, que estaba frente a la plaza, en ese pueblo todo estaba frente a la plaza, una plaza que era el lugar de reunión de los ciudadanos los domingos al salir de misa y donde los chicos jugaban en las hamacas y subibajas pintados de anaranjado. Él hubiera encajado bien en uno de esos papeles de matón grandote y musculoso de poco cerebro que siempre salían jodidos en las películas de Chaplin, pero ahora la historia era otra, en realidad, siempre había sido otra, los perdedores como Carlitos eran los que siempre salían jodidos y los musculosos como él no siempre eran descerebrados, él mismo era la prueba irrefutable. Hacían esas películas para tener contenta a la gilada. Ahora el Turco piensa, trata de pensar, la mano izquierda debajo del calzoncillo acariciándose la verga con la imagen de la moza tetona que le vendió el sandwich cruzando ante sus ojos y la mano derecha sosteniendo el faso con un largo toco de ceniza a punto de caerle sobre la panza velluda. Piensa, recuerda, no puede evitarlo, las tetas de la moza lo llevan hacia atrás, a la imagen de aquella mujer que un día trajo su padre, aquella mujer de pechos prominentes. Aquélla, sí, la que le presentó como Carmen, su “nueva madre”, la que iba a reemplazar a la original, muerta en el parto el día de su nacimiento. Él ya tenía trece años y pintaba para muchacho corpulento. Hola, lindo, dijo ella, che, Pedro, qué buen mozo es tu hijo. No pasaron más de dos años de aquel día, todavía no había cumplido dieciseis cuando se la cogió por primera vez, o mejor habría que decir cuando ella se lo cogió por primera vez, al Turco no le gustaba pensarlo así pero esa era la verdad. Después pasaron tres años, tres años haciéndolo de parados, en cuatro patas, de sentados, en el baño, en la cama deshecha tibia todavía por el cuerpo del padre recién salido para ocupar su puesto de patrón en el taller, en el piso de baldosas coloradas de la galería y en todos los rincones de la casa. A ella cada vez le gustaba más y a él cada vez menos, porque el Turco hacía rato que había agarrado la calle y prefería encamarse con las minitas de su edad con las que además compartía su gusto por la falopa, que hacerlo con esa mujer adicta al yoga y los libros de autoayuda que andaba por los cuarenta y pico, aunque compensaba muy bien la creciente flojedad de sus carnes con su experiencia y sabiduría en las cuestiones de Afrodita, como a ella le gustaba decir.
El padre dormía la habitual siesta alcohólica de los domingos cuando Carmen, que estaba lavando los platos, lo encaró. Le bajó el cierre de la bragueta cuando pasaba por la cocina rumbo a la puerta de calle, se puso de rodillas y empezó a chupar. Nada le gustaba más que tragarse el semen que el Turco eyaculaba en chorros calientes, espesos y abundantes. Tu leche, nene, es el elixir de la vida, tiene un aroma a almendras con una pizca de amoníaco y un sabor salado que me transporta al nirvana. El Turco repetía con sus amigos las frases ridículas y pretenciosas que ella decía en los momentos de calentura y juntos se cagaban de risa de la vieja loca. Pudo haber sido la semana que había pasado con una actividad sexual demasiado intensa o las ganas que tenía de ir a la cancha con la barra, pero lo cierto es que ese día el Turco no estaba en vena. Sin embargo, le siguió la corriente porque no es cuestión que un macho bien constituido desperdicie oportunidades con las hembras y vaya a quedar como un marica. Nada peor que quedar como un marica. Pero entonces se le cruzó el recuerdo de aquel sueño recurrente que tantas noches lo despertaba y no le permitía volver a dormir. Debió ser por eso que ese día no acabó ¿Qué te pasó, lindo? Hoy no me regalaste nada, dijo ella, él se miró alarmado y comprobó que, en efecto, no había eyaculado ni una gota ¿Acaso iba a reconocer su fracaso, el pánico que lo invadió, el temor de estar enfermo, de haber perdido su virilidad, de que se hiciera realidad lo que el sueño denunciaba? Porque él no le hacía asco a los putos, siempre se los había cogido, en la plaza, en los baños, en fin, donde se diera la ocasión, y su teoría era que puto era el que entregaba el culo, no el que se la metía. Hasta que un día el Picha, un amigo de la infancia, le dijo, pero Turco puto son los dos, el que la mete y el que la recibe. Los dos son putos ¿entendés? No digas pavadas, Picha, puto es el que entrega el culo, el otro es bien macho, donde ve un agujero la mete. No, Turco, los dos, lo que pasa es que uno es pasivo y el otro activo ¿te das cuenta? Pero puto son los dos. A él le parece recordar que ahí empezaron los sueños esos donde un milico, un comisario, lo ponía en cuatro y se la metía. Y lo peor era cómo lo hacía gozar, por eso se despertaba gritando y asustado. En ese momento hizo lo único que se le ocurrió, lo primero que le vino a la cabeza, lo que pensó que podía quitarle la rabia y la desesperación, el miedo, que le agarró, la escupió en la cara ¿Con eso te alcanza, mami? Ya me tenés podrido, no ves que ya no me calentás, conformate con ese gargajo. Sos un hijo de puta –dijo ella, mientras se limpiaba la cara con el dorso de la mano. De una trompada la arrojó contra la mesada de la cocina, pegó con la nuca contra el filo del granito y ahí quedó. El Turco se metió la camisa dentro del pantalón, se cerró el cierre de la bragueta y se fue para la cancha. Cuando el padre se levantó llamó de inmediato al servicio de emergencias. Nadie le creyó. Todos en el barrio sabían de sus borracheras y las palizas que solía darle a su mujer. Violencia de género, feminicidio, dijeron los diarios. El Turco era inocente, los muchachos, fieles a la amistad y a la filosofía antitanga de la barra, juraron que había ido a la cancha con ellos y que habían salido temprano. El viejo Amhed está preso todavía y el Turco hace rato que no le lleva cigarrillos.
Ahora sacude de un manotazo la ceniza que acaba de caerle sobre la panza, da una última pitada al faso y de un tincazo lo tira contra una araña que camina sobre la pared frente a la cama, falla, la araña escapa trepando y se mete en un hueco del cielorraso, el pucho rebota lanzando chispas y después de rodar un poco por el piso queda inmóvil junto al zócalo de madera, zafaste, puta. Da media vuelta y apaga la luz del velador, se queda un momento con los ojos abiertos mirando fijo el guiño rojizo de la brasa que poco a poco va apagándose. Antes de cerrar los párpados sonríe, ahora, de golpe recuerda la noche del velorio de Carmen, recuerda que miraba fijo el ataúd hasta que, de pronto bajó la vista y vio una araña que surgía de entre las patas de metal que lo sostenían, vio que se detuvo, que parecía vacilar, pero las arañas no vacilan, no dudan, claro, son arañas, pensó, y vio que empezaba a correr, que intentaba atravesar el pasillo que se formaba entre las sillas y el cajón, pero la araña no ve el pasillo, pensó, el Turco, no lo registra como pasillo, sólo hay un espacio vacío delante de ella. Vio que se lanzaba a una loca carrera, una arriesgada carrera, vio sus largas patas arqueadas moverse a un ritmo frenético, arañita puro patas, cuerpo minúsculo como moneda de diez centavos, y ahora ¿qué será de vos?, cada pata mide tres veces tu cuerpo ¿huyes? Huye, huía la arañita, pobre arañita. Corre, no sabe lo que hace ¿adónde va? ¿adónde pensará ir? No va a ninguna parte, es una araña, no tiene metas, no escapa de nada, de nadie, nadie la persigue, nadie la perseguía, todavía, no como cuando Balmaceda lo buscaba a él y él lo sabía, al contrario, ella se mete sola en medio del peligro, no tiene conciencia del peligro, no ve los pies de los que van a darle su último adiós a Carmen, que pasan a su lado, por encima, rozándola, no ve a la mujer que se levanta y camina hacia el baño, no ve que alguien la llama para susurrarle algo al oído, no entiende que eso la salva, claro que la salva, el Turco pensó que no valdría la pena tratar de explicarle que un instante después el pie de la mujer iba a pisar justo donde antes estaba ella, que mejor sería que dejara de correr y se refugiara en algún rincón oscuro, claro que ya todos los rincones oscuros han quedado lejos y se encuentra en medio del pasillo continuando su carrera como si tuviera que batir el récord de los cien metros llanos, y en ese momento, el Turco, que nunca fue capaz de resistir una tentación, se levanta con la excusa de dar un beso de despedida a la muerta, chau, mamita, dice y al tiempo que estampa un sonoro beso en la frente de Carmen estira el pie derecho que va justo, pura casualidad, diría él, al encuentro con el destino de la araña, allí está, un pie despreocupado, libre de toda culpa ¡crunch! chau arañita, te agarró Balmaceda ¿viste? Es cruel la vida, ya sos una mancha mínima, una mancha marrón amarillenta en el piso opaco de cerámica beige, sólo un par de patitas quedan como testimonio de su cuerpo de arácnido imprudente, pero son difíciles de reconocer como patas de araña, nada que te recuerde arañita, estuviste en el mundo sólo para comer un par de moscas, quizás ni siquiera llegaste a comerte un machito y tener arañitas alguna vez. Chau, arañita, chau.
Harto del olor a flores de la sala velatoria el Turco dio media vuelta y salió a caminar con la intención de llegarse hasta la estación para ver si encontraba a algún pibe que le hiciera gamba con una raya para pasar la noche. Tenía unas diez cuadras desde el velorio hasta la estación de ómnibus. Despacito se fue caminando por Córdoba en medio de la noche tibia de septiembre. Por un trecho lo acompañó el perfume de enredaderas nocturnas que trepadas a la pared de lo que debió haber sido en los años de Pichincha un conventillo o un quilombo, aún sobrevivían en un tramo de esas cuadras que van desde Richieri hasta Francia. Esas flores olían de otra manera, las del velorio eran flores muertas, él con la muerte no quería saber nada, sólo le había tocado provocarla, ahora quería dejarla atrás. Cruzando el Patio de la Madera, pisando el rocío que humedece la gramilla, mirando de reojo con una sonrisa socarrona la estatua de Gardel custodiada por los pinos que la rodean, con el mamotreto de Perez Cellis atrás y enmarcada por las luces de neón del Mc. Donalds que relumbran más allá, pensando en su suerte, en esa puta suerte que le signó el destino decidió que no tenía sentido resistirse. Porque tiene que haber sido eso, la suerte, el puro azar el que determinó los acontecimientos que le tocó atravesar en su vida. Sí, debía ser eso, la suerte, la mala suerte, porque si no era eso, entonces qué. ¿Qué posibilidad quedaba? ¿Sería acaso un dios caprichoso, un dios hijo de puta, un dios que lo condenaba sin dejarle opción, vaya a saber por qué crimen cometido antes de nacer? Después de haber matado a dos madres, la primera cuando nació, justo cuando no podía saberlo ni decidirlo y hoy mismo, antes de salir para la cancha, la segunda, esa puta que no merecía el nombre de madre y bien muerta está, ¿qué podía hacer sino seguir matando? ¿Había algún crimen más horrendo que matar a la madre? ¿Qué opinaría Gardel? Sí, había un crimen más horrendo, matar al hijo ¿Y no era eso lo que había hecho ese dios que lo empujaba a este destino? Tal vez con eso tendría que ganarse la vida, tal vez ése era el designio de ese dios hijo de puta, loco de remate, ese dios de manicomio. Porque ¿por qué hay que creer en un dios bondadoso y misericordioso cuando todas las pruebas demuestran lo contrario? La gente habla de milagro cuando rescatan a un bebé de entre las ruinas de una casa después de un terremoto, ¡Gracias a Dios! dicen, cómo gracias a Dios, ¿no podría el benemérito dios piadoso haber evitado el terremoto? si así hubiera sido ningún bebé, ni ningún viejo, ni ninguna mujer hubiera muerto. ¿Y las guerras? ¿Cuántos mueren en las guerras, ¿eh? ¿Por qué las permite? Para mí que sí, para mí que dios es un hijo de puta, para mí que goza con la muerte de toda la gilada que anda sudando la gota gorda por el desierto de la vida en busca de un poco de agua refrescante, cargando sus inútiles esperanzas como boludos, como hormigas sin hormiguero, sin un mugriento agujero donde dejar caer las hojitas recogidas, que se caga de risa de todos, que mueve a su antojo a todo el mundo como piezas de ajedrez en un tablero hecho de la mierda más olorosa en el que te vas hundiendo a medida que él te va olvidando, que nosotros no decidimos nada, que el tipo nos manda de aquí para allá mientras nos hace creer el verso del libre albedrío y mientras más lo creemos más nos goza. Y yo a lo mejor soy un privilegiado. Si a dios le agrada el dolor y adora la muerte, si goza con ella como un pendejo haciéndose la paja con una película pornográfica, entonces puede ser que él me haya nombrado su brazo ejecutor, su herramienta. Para eso ya comencé la carrera, tengo un buen currículum. Solo tengo que seguir adelante, él ya me señaló el camino, tal vez me eligió, hasta puede ser una misión sagrada la mía, y una misión sagrada que te encomiende un dios hijo de puta no puede ser otra cosa que una reverenda hijaputez.
El Turco recuerda que siguió caminando y que luego entró a la estación, que quitó del camino con un empujón a un remisero trucho que le salió al paso para ofrecerle un viaje y que fue de apuro hasta el baño. Recuerda que se instaló frente al mingitorio y empezó a mear. Todavía le parece ver al tipo flaquito, pálido, con cara de trolo que se le paró al lado ¿Qué mirás?, recuerda que le dijo, ¿Te gusta? Y recuerda, ahora, que el marica asintió con una sonrisa tímida, y que ahí fue, justo ahí, recuerda el Turco, que lo agarró del cuello con la mano derecha mientras con la palma de la mano izquierda sobre la cabeza lo obligaba a agacharse y que cuando lo tuvo a la altura de la bragueta le dijo, chupá, dale, qué esperás y recuerda también que el tipo iba a obedecer pero antes de que pudiera abrir la boca él lo levantó de los pelos con la zurda, todavía siente en los dedos el pegoteo asqueroso del gel que usaba el tipo, mientras con la derecha comenzaba a apretarle el cogote, -No tengas miedo, pibe, algún día todos vamos a morir. Pensá que yo hago el laburo de dios y te estoy haciendo un favor, la vida es una porquería, andá, andá, capaz que San Pedro está necesitando una buena mamada. Y lo dejó arrodillado con la cabeza adentro del mingitorio.
Así, pensaba ahora, iba a liquidar mañana al Polaquito, para eso lo habían contratado, para eso estaba durmiendo en este hotelucho de porquería, frente a esta plaza roñosa, en este pueblo de mierda, el turro del Polaquito se lo había ganado por buchón, por eso nada de balas ni cuchillos, a mano limpia lo iba a liquidar, tal como lo merecen los maricas y los botones.
Autor: Rubén Leva