Que vendría el fin del mundo. Eso había escuchado Juan Cruz a sus siete años desde su pieza, contigua a la pequeña cocina del departamento de pasillo donde vivía con su padre luego de la muerte de sus abuelos.
La voz que anunciaba la catástrofe provenía de un antiguo aparato de televisión – única distracción nocturna – y auguraba horribles desastres mundiales. El fin del mundo, repitió en silencio.
Ahora que ya mostraba reflejos de barba sobre su rostro escuálido, Juan Cruz dormía solo, arriba, en un cuarto pintado a improvisadas pinceladas de gris y blanco, iluminado por una luz tenue en el ángulo izquierdo. En el otro ángulo un escritorio de madera oscura ocupaba el hueco que se formaba con la pared lindante. Sus horas transcurrían trabajando por la tarde como custodio de un banco.
Su padre separado de su madre -que un abril se fue sin avisar con un amante diez años menor- trabajaba en el mismo banco. Por las noches ensayaba la escritura de un libro, que dicen, nunca terminó. Un hombre de nariz recta y labios finísimos donde rara vez asomaba una sonrisa. Tenía un pelo entrecano, abundante y desprolijo que se vertía sobre los hombros y una delgadez abrumadora que lo hacía parecer, un enfermo fugado del hospital.
Un hombre herrumbrado. Eso era su padre.
Herrumbrado sabía Juan Cruz, era la palabra que refería al oxido acumulado sobre la escalera que llevaba a la terraza en casa de su abuela. Herrumbrado, era una palabra que usaba su abuela. Al decirla la asociaba directamente al recuerdo de esa mujer delgada y de escasa estatura, con ruleros y pincitas de metal cubriendo las arrugas de la frente que, envuelta en su pañoleta tejida, hacía sesiones de espiritismo, mientras su abuelo mataba las horas nocturnas entre póker y whisky.
Sentado en el diván del living, Juan Cruz miraba a su padre. El hombre herrumbrado, el abandono, el vivo desinterés arrastrándose por el cuerpo de aquella figura ausente, como una víbora que lo envolvía ahogándolo, impidiéndole el mínimo de oxígeno para asirse de algún modo a la vida.
Juan Cruz había cumplido diecinueve años y en su cabeza seguía resonando la frase “el fin del mundo”. Apocalipsis, repetía en el aire. Por momentos le parecía una cursilería inventada por un astrólogo aburrido, otras, se decía, era una certera predicción bíblica. La idea no lo dejaba en paz, claro que no. Que su madre lo hubiera abandonado era algo así como si hubiese muerto. Y la muerte no era otra cosa que el fin. El fin del mundo para el muerto. Y qué hacía Juan Cruz acá, ahora en este mundo de los vivos, desafiando cada madrugada de insomnio, hundiendo su cabeza en la almohada, ahuyentando vivos fantasmas de la ausencia.
La tarde se presentaba fría y lloviznosa. Se puso un largo gabán negro, pantalón de jean y zapatillas. Tenía los ojos grises, la piel blanquecina y el pelo tupido le caía sobre las orejas ocultándolas como un gorro de lana viejo. Se acercó al cuarto de su padre que inútilmente escribía y borraba, lo miró fijo y le hizo un guiño con su ojo izquierdo. El padre con un gesto mudo apenas levanto su mano en señal de saludo. Juan Cruz divisó en la penumbra el reloj metálico en la muñeca y el puño de la manga de su camisa usada. Salió cerrando la puerta con llave.
Un tipo que conoció a través de su trabajo, un tal Braulio Giménez, un hombre de una edad incierta que se esconde debajo de una barba abultada le facilita el contacto telefónico. Después lo invita un café. Él duda, esa figura grande y sin proporciones lo intimida un poco, pero la abulia que envenena su vida lo empuja a lo incierto. Mientras se sientan, le ofrece un cigarrillo, Juan Cruz no vacila. Nunca ha probado uno, pero piensa que ya es hora. Hora de hacerse hombre, de aguantar el dolor, de desafiar los nubarrones del fin del mundo. Tose, aguanta, tose de nuevo, mira al mozo e insiste que el café sea bien negro. Cuando el mozo lo sirve revuelve lento con la cuchara, disuelve la espuma y prueba. Le cuesta tragar, le cuesta esa amargura negra quemada. El tipo de barba abultada no se ahorra la burla. Con una voz gangosa y la sonrisa maléfica le dice que la mina garpa, que tira las cartas y lee las manos y por poco más de mil ofrece otros servicios. Otros servicios, repite Juan Cruz, ¿para qué?, piensa. Después sonríe, con ironía, cubriendo su boca con la mano. El tipo de barba se burla, se burla de la desgracia, de su propia desgracia existencial, que aflora en el brillo opaco de sus ojos saltones. Se acomoda un mechón de pelo que se vuelca sobre su frente carnosa, simula sus glorias y ahoga su risa en un largo lamento.
No sabía que estabas casado, dice Juan Cruz mirándole la mano de dedos gordos mientras acomoda la cabellera negra hacia atrás. No, dice enérgico el tipo, viudo, y gira la cabeza como si fuese a hacer una violenta confesión; deja ver la cicatriz en su nuca ancha y rapada al tiempo que dice algo acerca de sus días en la cárcel. Juan Cruz no entiende, pero se envalentona. Pide la cuenta. Se dan la mano simulando una falsa confianza. Salen sin hablar cada uno por su lado.
Camina nervioso, camina y piensa. No sabe si debe, si debe acudir a saber su destino. Cuál será la verdad, si es que existe. ¿Habrá verdad? Pero quizá la mujer pueda otorgarle un pedazo de sueño, algo maravilloso, un giro violento de la suerte. Juan Cruz es joven, ha estado con mujeres, jóvenes todas, menores dijo alguna vez. Le gusta creer que tiene el dominio. Lindas chicas, dóciles, lentas compañías nocturnas que descarta cuando el sol atiza la vereda.
La casa es antigua, al fondo de un pasillo. La enredadera cubre una parte importante de la entrada de baldosas negras. Hay algo de nostalgia en su mirada que se pierde entre la frondosa vegetación que envuelve las paredes. Toca el timbre. ¿Larisa?, pregunta Juan Cruz. Sí, Larisa, responde ella. Es una mujer alta y maciza que lleva un largo vestido rojo con estampados blancos. El pelo largo, muy oscuro, cae en una trenza hacia el lado izquierdo. Lo hace pasar y le pregunta por el gordo Braulio. Juan Cruz la mira con indiferencia. No sé, dice. O sí, el destino, le responde, cuando lo interroga por su visita. El destino dice Larisa dibujando una risita socarrona en sus labios rojos, después se sienta cómodamente en un sillón dispuesto sobre una pared con una ventana de marco ancho donde un gato negro ronronea sus sueños.
Los minutos corren lentos y en silencio. Larisa lo observa. Observa la ingenuidad de Juan Cruz escrita en cada gesto. Las manos agarradas, el rostro blanco que ahora se nota tenso e inseguro. Una silla de fino tapizado canela recibe el cuerpo de Juan Cruz que se desploma como una bolsa de papas junto a todo su ser que se desarticula y rompe en un llanto profundo, ahogado, contenido desde el fondo.
Llora, llora en silencio hasta que empieza a secar. Cuando por fin se incorpora le consulta, ansioso, por el fin del mundo. ¡Nadie lo sabe!, las cartas no lo anuncian, pero ¿quién te metió esas ideas en la cabeza?, responde la mujer. Juan Cruz no repara en el poco interés que suscita en ella. Respira profundo y comienza hablar, casi enajenado: el fin del mundo ha sido anunciado. El tiempo transcurre a gran velocidad y los cuerpos irán a la hoguera. Del polvo venimos, al polvo nos vamos. Qué sentido tiene entonces la pelea del vivir, ¿acaso el destino final no es lo más cierto? De qué debo disfrazarme ante la infamia de saber que desapareceré volviéndome cenizas, volviéndome la nada misma. Pelear una y otra vez contra esa ausencia, la batalla será inútil porque no habrá más destino que la muerte. ¿Entonces para qué? Es la gran pregunta. Para qué ahondar en los pliegues de la vida que lacera y urge despiadada. ¿Para qué inventar los frágiles cuarteles del invierno donde refugiarnos cada noche si al final la pena será muerte y la carne será ceniza y ya no sentiré nada?
Larisa lo mira entre el espanto y la burla. Mete la mano con sigilo debajo del almohadón y oculta el cuchillo entre sus ropas, pero Juan Cruz no se anoticia. Esa figura pálida, sin nombre ni apellido, ahora discursea y camina sin parar de un lado a otro de la habitación. Gira en dirección al gato, el gato negro que lo mira con sus ojos verdes entornados. Maúlla con asombro, maúlla y eriza su pelaje como púas salvajes. Juan Cruz elude el arañazo, pasa a otra habitación, abre la puerta y sale a paso maquinal. Larisa se desploma sobre el sofá como si todo su cuerpo se convirtiera en cera.
Encendió la luz y abrió la heladera buscando una olla con sopa. El olor mustio se extendió rápidamente por la cocina, después se sacó el reloj poniéndolo sobre la mesa. Marcaba las once y veinte. La ausencia de Juan Cruz era habitual por lo cual nada despertó su atención. Sintió frío, un frío intenso calándole el pullover, entrándole en los huesos. Se sirvió un vino y buscó la compañía del televisor. Pensó en su novela. Un ir y venir de personajes inciertos. Un mundo feliz, inventado como una fuga hacia otra vida. Buscó refugio en un vago recuerdo infantil, prendió un cigarrillo y dejó que una lágrima rodara.
La estampida de la puerta lo trae nuevamente a la noche fría. Los ojos de Juan Cruz están en blanco. El padre le habla casi en un susurro, pero él no responde. Un miedo azul e intenso se apodera de su voz. ¡Juan Cruz! grita y las miradas se cruzan por primera vez. Pero ya el tiempo estaba gastado. Juan Cruz sale corriendo, dejando la puerta abierta.
Ayer estuve con Larisa que vive doblando la esquina. Mientras leía mis manos me contó que Braulio volvió a la cárcel y trabaja para la policía. Me dijo que el pibe y el padre aparecieron muertos, con las llaves de gas abiertas.
Parece que fue la madre del chico quien vino a reconocer los cuerpos. Repetía sin parar que habían sido ahogados por el fuego divino.
Autor: Carla Caterina