11.30 AM
Es jueves, se te voló una semana complicada y te acordás de Juli. Una culpa pequeña te apura a mandar un audio. Cumplís con la satisfacción de tachar el deber de la lista. Con eso basta, no la podés ver porque sigue con el tratamiento y está aislada.
Falta poco para el mediodía y seguís preparando el almuerzo, en lo tuyo. Pollo al horno con papas.
El menú interrumpe su estado amniótico, por la inmediata respuesta. De alguna manera te incomoda, sin entender el motivo. Era un simple saludo de cortesía. Dejás de cocinar, te lavas las manos y escuchás. Un audio extenso de voz triste, aletargada.
Te cuenta que el tiempo fue largo y los replanteos intensos. Que sin tiroides ni medicación se siente débil, con un sueño demasiado profundo, inseguro y vacío. Como si no quisiera despertar.
Que muchos alimentos contienen iodo y hace veinte días que come calabaza y carne.
Que ya puede estar con gente, sin abrazos, te dice. Pensás que es un pedido de cariño a cuentagotas.
Enojada por una obligación que te buscaste vos sola, le mentís. Te sale un “no estoy haciendo nada, bajo a tomar un café y planeamos la reforma del pallier”.
Te contesta que no quiere molestar y, además, en quince minutos tiene que buscar el resultado del barrido y ver al cirujano. El resultado del barrido para ver si quedó alguna otra maligna dando vueltas. No nombra la palabra.
Le preguntás con quién va. Te contesta que sola.
00.15 PM
Estás sentada en la cocina, el almuerzo ya no te pertenece, como esa conversación que dejó de ser de estricta formalidad, y se te fue de las manos.
Seguís enojada. Algo que no llegás a entender, te despierta una especie de curiosidad en esa mujer, casi desconocida, de poco más de cuarenta años y un enorme deseo por cumplir —sin tiroides y con las hormonas desbordadas— a la que le extirparon la malignidad de la garganta.
Esa mujer que hoy va sola a buscar un estudio que seguramente no comprenderá, para ver si sigue estando poseída.
00.45 PM
Te quedaste sin coartadas. La pasás a buscar, te subís a tu coche, ella elige atrás, con un tímido por las dudas, y vos al volante pensando quién te manda a meterte en historias ajenas.
Ya no es la Juli risueña de carcajada amplia que conociste. Está más delgada, ojerosa, medio ausente. Pero sobre todo perdió el brillo de los ojos.
Conducís despacio, como si transportaras algo frágil. En ese corto trayecto te hace comentarios deshilvanados, la mirás por el espejo retrovisor con incertidumbre. Se agarra la cabeza. Se me parte, dice.
No se puede estacionar y la esperás en doble fila, la ves aparecer con esos enormes sobres con membrete, serios e impolutos que, como un juego de dados, te declaran culpable o inocente. Vida o muerte. Cara o cruz.
Sube. Te comenta que no leyó el informe y te da dos veces mal la dirección del cirujano. Te ponés nerviosa. Estacionás. Te das media vuelta. Necesitas mirarla firme a los ojos. Juli oíme, pensá bien, ¿adónde vamos? Su cara brilla de humedad. Mirás la hora y falta. Sin reconocerte, te pasás al asiento de atrás, le agarrás la mano acariciándole el pelo. Juli va a estar todo bien ¿sabés? No contesta, gime, y se toma la cabeza. Te da una dirección que, quizás, sí.
Volvés al volante pero querés estar atrás y acunarla. Lejos quedó el pollo al horno con papas, el saludo de simple cortesía. Tu molestia se va apagando. Contra todo, te empezás a sumergir en ese dolor ajeno que querrías espantar. Porque los dolores ajenos reabren los propios, pegan duro y con saña. Siempre es preferible estar preparando el almuerzo, sin sobresaltos ni problemas que no son propios.
00.30 PM
Ahí está el sanatorio. Ahora no sabés qué hacer. Le preguntás si quiere que la acompañes hasta que la atienda, por respuesta te agarra fuerte de la mano. Octavo piso. El cartel de “Oncología” te atraviesa la garganta y te falta el aire.
Sentadas en las duras sillas de plástico, te cuenta de la ovodonación, de los embriones congelados, de los plazos que se acortan, de ambiciones frustradas y llora sin pudor.
Volvés a cuestionarte qué hacés ahí. En un intento de reconducir sus miserias, le consultas si tiene preguntas para el cirujano, si las recuerda. Te mira sin entender. Buscás en tu bolso una birome y papel, un reclamo de corte de luz por falta de pago. Comenzás a entender la vida. Ya no te importa esa deuda que ayer te angustió tanto y en la que pensaste toda la tarde. Escribís un uno, lo redondeás con un círculo y la animás a una lista que bordea siempre un mismo tema. Un único tema. El tema de su angustia.
Justo vos, preocupada por tu deuda. Vos, que quedaste embarazada de un suspiro cada vez que quisiste. Que no te cortaron la garganta. Y, por ahora, ni siquiera la luz. Vos, que te las sabés todas, y estás de vuelta, te sentís actriz de reparto en una película de mensaje explícito. Una bofetada de realidad pura y dura te golpea la mandíbula y te sienta de culo en tu mundito de privilegio.
Se hace larga la espera.
02.15 PM
Al fin, sale el médico y dice un apellido desconocido. Ella se levanta. Te das cuenta de que tu Juli no tenía apellido. Era Juli del tercero D.
Te arrastra con ella. La mirás espantada pero obedecés, se dan la mano en un saludo educado y distante y se sientan.
Te impresiona el consultorio. Todo es enorme. Sillones de cuero y muchísimos diplomas, alineados y prolijos.
El cirujano es grande, imponente, no sabés si por genética o por el olor a altanería que despide. Frente a sí, tiene una gran carpeta con membrete y varios renglones debajo de su nombre. No podés leer al revés, pero claramente son distinciones y membresías. Y una enorme lapicera, importante, cara, de marca.
Abre el estudio, lo observa atentamente, su ceño fruncido se va despejando en un franco gesto de ganador. Lo guarda y mira a Juli extendiendo las manos sobre el escritorio, sin llegar a tocarla. Con ese aire triunfal parece un personaje de cuento. Estetoscopio al cuello. Estetoscopio impecable incrustado en un cuello grande.
Le dice que está todo perfecto, que sacaron todo, que fue un éxito rotundo y que ahora “a vivir la vida”. Que empezará a tomar la T4 y esos cambios de humor se irán yendo de a poco. Como la flojedad y el cansancio.
Vos sonreís aliviada y un poco eufórica, le das a Juli la mano, murmurando un gracias en voz baja.
Juli, que pareciera no haber escuchado nada. Juli, seria y ausente, le pregunta cuándo podrá retomar el tratamiento de fertilidad.
Un silencio inesperado acecha el consultorio, el médico se tira para atrás en su sillón grande, cómodo. Unos segundos, una pausa y le dice que, si bien no es su especialidad, habrá seguramente que repetir estudios, “estos estudios y otros”, señala con el índice la carpeta impoluta de cara o cruz. Cada tres meses, luego cada seis. Y empieza con una larga lista de deberes que abarcarán más tiempo del que tenemos. Tenemos, pensás. Tenemos en plural.
Carraspéa, evidentemente incómodo. Ya no luce esa sonrisa que abarca su estrecha especialidad de “cirugía de cabeza y cuello”, ese pedacito de persona escondido entre los pliegues de la papada.
Empequeñece. Se va achicando el consultorio. Los diplomas van desapareciendo, la carpeta se transforma en una carpetita sin tantos renglones debajo de su nombre. Hasta su nombre parece breve. La birome es una cualquiera y él, él parece un estudiante, sin estetoscopio, de cuello estrecho y vulgar.
Reprimís tus ganas de decirle que la persona es un poco más que esa franja en la que se doctoró con honores, según el pergamino agrandado que tenía detrás. Y que no le sirve de mucho porque Juli llora y no solamente quiere no morirse sino que, además, quiere ser mamá. Y que se guarde el diploma ya sabe dónde.
Bienvenido al mundo de los idiotas, Doctorcito con honores. De los que no entendimos nada de nada. Al mundo de los zapatos ajenos.
Pero escondiendo tu desmesura, lo mirás con un odio desconocido, la agarrás a Juli, arrastrándola fuera del consultorio.
02.35 PM
Se sientan juntas, adelante. No entendés si es el tránsito el que está histérico o sos vos. Bajás la ventanilla, necesitás oxígeno.
No tenés mucho para decir, más bien nada. A vos, que dominás el arte de la oratoria, te extirparon las palabras una por una, como a Juli sus centinelas, aunque sin dejarte cicatriz.
La despedís en el tercero, con un abrazo apretado. Murmura un gracias.
04.45 PM
Las lágrimas te corren en un ascensor que no es tu ascensor, entrás a un departamento que no es tu departamento y te derrumbás en la silla de una cocina ajena, mirando un pollo crudo con papas.
Autora:
Mercedes Andrada