Publicado en: 16/06/2022 Martín Francés Comentarios: 0

El odio que se esgrimían mutuamente se podía ver en la atmósfera, corría como una centella sobre un alambrado, que paradójicamente, era lo único que los separaba. Se odiaban desde pequeños y por un capricho darwiniano, nacieron contiguos y con siete días de diferencia. En el pueblo siempre se comentó que compartían fragmentos de ADN, eso en el campo se suele dar con cierta frecuencia, sobre todo en épocas de lluvia.

Mirando sus casas de frente, la que está a la derecha es la de Tabaré Cardozo y la de la izquierda es la de Aurelio Ermendia, que  nació para cumplir una función, atormentarlo a Cardozo; y lo cumplió con creces. Era dable  pensar que como Enrique Cardozo, padre formal de Tabaré, nunca quiso tener hijos y por accidente trajo uno al mundo, como revancha e inicuamente, le puso alambrado de por medio a su sombra; mejor dicho a su infierno.

Aurelio era como un búfalo erecto, una oda a lo obsceno, tenía un cuello impresionante, un pelo negro y duro que le nacía casi desde las cejas, y sus ojos prominentes, le daban una apariencia temible y presentaba cierta anomalía en su conducta. Había claros indicios de endogamia* también.

En la época en que compartíamos camino a la escuela primaria no faltaba vez que Ermendia  dejara impresentable a Cardozo luego de enloquecer a su caballo y lograr que este lo tirara en alguna parte de los ocho kilómetros de tierra que recorríamos diariamente. No se cansaba nunca; paró el día que Tabaré quedó inconsciente a raíz de un golpe en la cabeza al caer de su caballo. Los años fueron pasando, fuimos creciendo y daba la sensación de que en lo único que la inteligencia acompañaba a Aurelio era para la maldad, la que era incansablemente probada sobre el pellejo de Tabaré, generándole  una angustia y un pánico estremecedor, una oquedad existencial capaz de bloquearle hasta el punto más profundo de su ser.

La casa de la familia Cardozo está sobre una colina suave y visible a la distancia,  no parece una casa del lugar. Una mañana de neblina espesa,  se pudo  ver con dificultad, algo uniforme, oscuro y rectilíneo, erguido junto al alambrado que divide ambas chacras. Conforme pasaron las horas, la neblina comenzó a desvanecerse entre los brazos del sol y esa suerte de “muralla china” se fue definiendo con yuxtapuesto equilibrio, a la medianera. Había aprovechado una de esas noches en  que Aurelio dormía en el puesto del campo donde ayudaba en algunas tareas – básicamente las que requerían fuerza física – y levantó un muro construido con fardos de pasto que medía casi cien metros de largo por dos de alto creyendo que de esa manera, la paz iba a estar de su lado. Su obra apenas duró hasta la mañana siguiente en que Aurelio regresó.

(*) Comentario del autor: Parece que  Eulogio Cardozo, Padre de Enrique, tuvo la misma desdicha que su hijo, y la madre de Aurelio compartía ADN con Enrique.  Aunque ninguno de estos dos lo sabía.

Desde muy lejos, empezó a amainar la marcha y esbozar su asombro ante semejante despropósito. Observaba la medianera llevando la cabeza hacia adelante y hacia atrás reiteradamente sin entender bien lo que veía, parado sobre los estribos y con sus pupilas dilatadas producto de la adrenalina que lo iba enfureciendo. Cuando llegó, caminó de un extremo a otro, rozando los fardos con las manos como asegurándose que lo que estaba viendo era real,  se dirigió hacia la sala donde guardaban las monturas, tomó un bidón con nafta, humedeció los fardos de principio a fin, se fue hacia uno de los extremos, abrió una reposera de lona, se sentó y con la lentitud que impone el gozo inminente de la ferocidad, pocas veces vista en él, le arrimó un encendedor.

Esto le costó a Tabaré un duro castigo por parte de su padre y haber tenido que trabajar todo el verano para reparar el daño económico que le produjo.

Recuerdo siempre aquella tarde en que avizoraba su deseo…

– Creo que esto no tiene solución…  tengo dos caminos,  conseguirme algún trabajo y mudarme lejos o bien, matarlo. Mejor dicho mandarlo a matar, yo no mato ni en los sueños.

– ¿Porque no hablas con los padres, a ver si lo convencen de que te deje vivir en paz?

– ¡No, eso es peor! La vez que lo hice se enteró y enfureció desquiciadamente. Fue el día que me agarró de los pelos y  me tiró en un pozo que había hecho en el medio de la plaza, dejando solo mi cabeza afuera para divertirse jugando al fútbol, siendo la única defensa frente a los golpes que recibía, cerrar fuerte los párpados. Solo deseaba morir, ni loco haría eso de nuevo.

Me decía un día Tabaré en la casa de mis padres, sentado sobre una calabaza, con sus cuarenta y cinco kilos, sus brazos rodeándole la cabeza y todo el cuerpo encorvado hacia sus rodillas. Apenas se veía su cara eternamente pálida, con las cejas finitas, nariz aguileña,  mirada angustiosa desde que nació, flequillo hirsuto asomando de la boina y sus labios que siempre le temblaron al hablar. Luego de un instante de silencio absoluto, mientras yo dibujaba círculos con los talones sobre el piso de tierra, se puso de pie, se corrió la boina para batirse el pelo, y acomodó sus ojos para mirar a la distancia. Sabía que tenía que estar adentro de su casa antes de que Aurelio llegase.

– No sé. No estoy seguro. Dijo sin mirarme y se fue moviendo la cabeza, como asintiéndose a sí mismo, la elucubración de lo pergeñado.

A medida que pasaban los años, la situación se iba tornando cada vez más oscura para Tabaré; amordazado por una personalidad introvertida que le acotaba el desenvolvimiento personal. Aurelio lo había desplazado de su propia vida.

Pero siempre llega el día en que la filosofía se transforma en sabiduría y la calle ejerce de tribunal.

 

Una noche Tabaré se quedó hasta entrada la madrugada, escondido debajo de un carro en el parque de la casa de Ermendia, esperando que éste regresara de una cena a beneficio del dispensario. Permaneció inmóvil más de seis horas, urdiendo la idea bajo  una sed de venganza,  que cundía en el entramado más sórdido de las revanchas.

Sabía que cuando Ermendia regresaba, repetía sistemáticamente el mismo ritual, aún bajos los efectos del alcohol y él contaba con eso.

La puerta de la sala de las monturas se cerraba solo desde afuera. Se fue acercando de a poco, permaneció estoico detrás de un sillón mecedor cercano a la sala y una vez que Ermendia entró nuevamente, ahí sí: Saltó con todo su cuerpo hacia la puerta, con una furia inusitada,  cerrándola bruscamente y antes de que sus pies tocaran el piso, la tranca atravesó el cerrojo hasta el fondo levantando una densa masa de polvo, recargada por el aleteo histriónico de aves, que revoloteaban el lugar, en busca de granos impares.

Por unos segundos Aurelio no atinó a decir nada porque supuso que había sido obra del viento,  que desde entrado el sol, venía marcando su presencia, hasta que quiso salir. Empujó la puerta y no solo notó que no tenía ninguna posibilidad de abrirla sino que por debajo estaba ingresando nafta

Empezó a enloquecer y a golpear el techo y Tabaré sabía perfectamente que sí Ermendia lograba salir, su vida se acabaría en ese instante. Terminó de vaciar el segundo bidón, fueron cuarenta los litros derramados, tomó distancia y se puso a escuchar como los gritos de Ermendia se iban atenuando  hasta desaparecer.

 

 

Autor: Martín Francés

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