
Vemos la manzana abierta, apagada, casi plana y sin densidad, apenas compuesta por diez casas de madera y. techos de chapa. Parecida a las manzanas que la rodean y se extienden conformando la ciudad austral. Algunos techos relumbran plateados. Otros se ven opacos, ganados a medias por la herrumbre.
Vemos una parte del pueblo donde las casas y la gente parecen disputarle al mundo, al gigantesco mundo, un lugar para ser. Firmes de firmeza humilde, dispuestos a recrearse cuanto haga falta, dentro del paisaje gigantesco que podría tragárselos cuando quisiera.
No es así.
Ya han empezado a echar humo algunas chimeneas. Ya han comenzado a entibiar la mañana de cristal las morenas manos como hormigas que buscan la madera desplegada del sur para hacer la primera tibieza.
Muchas veces se abalanza el viento de la noche, implacable y ajeno, y el cielo dispara la lluvia. No la lluvia del día, amiga, dispuesta a la charla lenta con la gente de detrás de las ventanas pobres. Esas noches de tempestad expulsan un agua negra para que las goteras no encuentren cántaro ni cubos, y los pisos se llenen del frío achatado de la inundación.
Si nos acercamos más, veremos una mujer. Es una mujer menuda, delgada, de andar airoso que se mueve del patio a la casa. Va con silenciosa energía. Suele caminar sobre suecos de madera, pero, aun así, los movimientos son leves. Hay algo inquebrantable en su actividad, algo decidido a modificar con su faena el juego adverso del planeta.
Trinidad Marverde, la mujer pequeña, camina hacia la despensa. Comprueba el saco de la harina y carga la olla para el rumor del pan que va a engordar el mediodía.
Hace nada que ha salido el sol y los pies pequeños van de un lado a otro hasta llegar a las hornallas. Trinidad Marverde marcha olvidada, pequeña y concentrada como está, a preparar el desayuno. La miramos a los ojos y vemos que son oscuros, inquietísimos en registrar todo lo que hay y no hay en su mundo silencioso de mañanas y cocina. Trinidad Marverde sonríe.
El niño, taciturno, contemplativo y de encubierta audacia como sus ojos, el niño que ha hecho suyo, ayer le ha escrito unas palabras. Ha escrito una palabra que ella no comprende, lo sabemos, y una frase que dice lo que una madre necesita, además del agua y de la harina.
Áurea. Áurea le ha dicho y ella habrá de repetírsela todo el tiempo como si a fuerza de eso pudiera extraerle la sustancia y conocerla.
Y atrás de la palabra está la frase, dispuesta y muelle como una almohada fragante. La del niño que no nació de ella, como sí nació su Laurita y como José, allá lejos con su hermana.
“De un paisaje de áureas regiones/ yo escogí/ para darle, querida mamá esta humilde postal. Neftalí”
Todo eso le ha dicho Neftalí, “su niño”, callado con sus bichos, sus semillas y sus mariposas. Y basta solamente ese “querida mamá” para que los pies menudos, las manos y la cintura delgada y vigorosa hechos con trabajos, con bailes, con lluvias pertinaces y fuegos traidores, con cielos sin fondo y aroma de resina, vayan con gracia por aquí y allá, rescatando, ordenando, entibiando la dulzura de la vida.
Ya nos hemos sentado en la cocina y vemos a Trinidad Marverde, la mamadre, trabajar delante de la ventana, sobre la olla y el jarro, sobre la blancura de la leche, menuda, vestida de oscuro, oliendo a sur y leña, hermosa de acto y cuerpo.
Con ella, miramos hacia afuera de tanto en tanto. Vemos cómo se endereza cada cosa, como se despliega la ciudad temblando de mujeres a esta hora.
Neftalí entra en la cocina, se detiene, y observa la labor de la mamadre, jamás le dirá madrastra.
Su poesía agradecerá esa primera dulzura, esa alforja de cariños y cuidados, ese pan primero, para que mañana él pueda vérselas con la soledad, con la injusticia, y con su propio amor interminable.
Nos quedamos a mirar a ese muchachito de escarabajos, mariposas, de palabras y de rieles que van a navegar la selva. En silencio contemplamos cómo aprende la decencia del amasijo y de la leña, de la aguja, del fregadero y el hilo, de la campestre picardía, de la cueca y la mazurca.
El muchachito tiene los ojos tristes como si solo pudieran mirar de lejos. Ya sabe quién es y quién será la mujer pequeña, de tobillo grácil, de aroma, de nariz dura, de ojos de chispa y sombra, que hace calzoncillos con el saco de la harina, que puede lavar en agua helada.
Y aquí, con este desayuno, en el alba de Temuco. Con esta mañana sucesiva, entre la tierra y las cocinas, vamos a quedarnos.
En esta casa del pueblo, la de Doña Trinidad Marverde nos quedamos a ver cómo todo sigue ocurriendo, cómo, con la galleta y con la leche, se va haciendo un niño y un poeta.
En la casa de Temuco nos quedamos.
Porque queremos ver cómo, desde la mamadre, están naciendo cada una de las cosas necesarias.
Cada cosa imprescindible para que haya el día, ese amor, ese único lugar por donde, repartiendo poesía, pasa el mundo, pasan los dioses y pasa cada uno de los hombres.
Poema
La mamadre
La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
au lló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
—nunca pude
decir madrastra—,
ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno largo a invierno desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.
*De la obra “Las mujeres del poeta” estrenada en 2013.
Autor:
Ebel Barat