Feo color el del camino que une el pueblo con la ruta a La Amalia. Amarillo y polvoriento. Camino de garganta seca. De soledad.
Cuando se piensa en los caminos se piensa en sus colores. Más que la fisonomía, se recuerdan los colores. Y los estados de ánimo.
Cuando se piensa, se piensa en algo que pasó o va a pasar.
Sobre el camino vive gente pobre. Es un camino con pobreza de siempre. Los que vivieron allí, si alguien vivió, también habrán sido pobres.
El canal que lo cruza, no muy lejos del pueblo es escaso y limoso. Pocos patos navegan cerca del puente. Siempre hay un puñado de bidones de plástico alrededor del puente.
Por ese camino, color de fiebre, yo los veía pasar. De a uno. Salvo el viejo, los otros iban vestidos con una decencia curiosa. Curiosa para portarla en el camino. Casi pulcra. Casi a la moda. Pero el viejo andaba en harapos oscuros. Harapos de la pampa húmeda. No de los peores.
Yo los vi muchas veces, al pasar con la camioneta. Creo que nunca ninguno de ellos levantó la vista. Como si hubiera miedo. O vergüenza del miedo. Siempre, creo, quise saludarlos. Saludarlos, era hacerlos más reales. Pero, jamás me saludaron.
A veces los veía cerca del cruce del tren, como cuidando algo. Como ocultando lo que cuidaban.
Los tres eran hermanos. Porque eran casi iguales. Los diferenciaba, apenas, lo que hacen dos o tres años en la gente joven. Pero rasgos y actitud, la misma cosa.
Cuando pasaba con la camioneta, cambiaba de carril para no echarles encima el polvo del camino amarillo y luminosamente turbio. Y me estiraba para saludarlos. Sé que ellos me percibían bien, pero sólo me dedicaban el último grado estrábico de sus miradas.
Esa gente miraba con la espalda de la mirada. Con el cuello rígido.
Quizá tenían animales que hacían pastar en los terraplenes de la vía. Es probable.
El viejo en harapos brillosos y oscuros, como siempre, tampoco miraba. Caminaba al borde y a lo largo del camino.
Yo pensaba en dónde vivirían. Por el camino o en el pueblo, quizá.
Se percibían, diría, con fuerza, en esos mil, dos mil metros por los que siempre andaban. Sí, con fuerza.
Ya a la entrada del pueblo se olvidaban. En ese viaje tampoco iba a preguntar quiénes eran.
En ese viaje, primero me detendría en las oficinas de Remates-Ferias Dumas & Soljan. para ver la cuenta corriente y los papeles.
Me gusta que me atienda Norberto. Poco le importa el trabajo. Pero guarda las formas con cortesía impostada. Invita a un mate, la voz soportablemente melosa. Sale de internet para meterse en las cuentas corrientes. A él le interesan dos cosas: fabular sobre los clientes y las mujeres. Usa el mismo tono en el teléfono de la empresa para sus citas que para realizar operaciones.
Me gusta que me atienda Norberto. Hay un tácito código que pretende mutuo entendimiento. Además, el mate dulce a esa hora es una necesidad.
Voy siempre a la oficina de Dumas & Soljan. Si no se acumulan los papeles y pierdo el control fácil que se logra con la visita mensual. Y después, a ver la cuenta del gasoil y la de la cooperativa de luz. Los primeros días de mes no falto porque caen todos los vencimientos y no me gusta pagar intereses. Ni las cuentas complicadas de los intereses, ni en general, los tipos que se ocupan de esas cuentas.
Aquí, en este clima seco y de mucho sol, hay que elegir bien la raza de la hacienda. Es inútil, los cebúes son lo más indicado.
Extraño el ganado de antes en mi provincia. Sé que no se adapta. La miel se da bien. Hay pocas enfermedades y buena alfalfa para semilla de los criaderos. Es un ingreso extra. El hijo de Lusseto, el amigo de mi padre, allá en nuestro pueblo, se vino conmigo. Ahora es mi socio en lo de la miel. También lo visito. Siempre a la noche para ver cómo anda la cosa. Yo no sé nada de colmenas. El hijo de Lusseto es enfático como el padre. Y amable como el padre. Pero es más alto y delgado. Quizá el viejo era así, de joven.
Feo camino este que conecta el pueblo con la ruta a La Amalia. Amarillo como la enfermedad. El viejo viene caminando desde la pieza cerca del horno de ladrillos. Duro el cuello. Para adelante. Está lejos del bajo donde anda uno de ellos. Como a mil quinientos metros. Más lejos está, ese viejo, de la gente.
Lejos pasan los recuerdos. Lo que se piensa son recuerdos. Aun cuando se piensa en lo que vendrá. Lo que se piensa que vendrá está hecho con recuerdos. Esta gente, también es un recuerdo. Un sueño de paredes duras. Algo que pasó.
En el camino polvoriento se lo ve bien. Oscuro y caminando. Después uno se olvida.
Está lejos del bajo de Moreno. El bajo cerca del puente sobre el canal pobre. Allí anda uno de ellos. No anda. Está de espaldas al camino. Oblicuo frente al terraplén del tren. Sin moverse. El viejo va a pasar por ahí y va a seguir hasta dónde seguramente hay otro. Como si los recorriera.
Lusetto me dice que hable con el Cumpa. Necesito gente para trabajar con la hacienda. Dice que el Cumpa es bueno para eso. Yo me había olvidado.
El Cumpa vive en el barrio. Tiene una bicicletería donde repara, cuando no hay changas, algunas de las bicicletas del barrio. Casi todas viejas. El Cumpa me invita unos mates.
Esta vez me acuerdo.
―Ah, los hijos de la rumana.
―Rumana no. Será yugoslava. Acá son yugoslavos.
―No rumana, rumana.
―¿Estás seguro? ¿Sabés dónde queda eso?
―No sé. Será por ahí. Pero ésos son los hijos de la rumana.
―¿Dónde vive?
―Se murió hace bastante. Cuatro o cinco años.
Yo alcanzo a percibirles un arqueo leve en la boca. De un lado solamente. No llega a sonrisa. Como si ser amigable pudiera verse como una falta de respeto. Ese arqueo de un lado de la boca lo hacen los tres. Idéntico. Miran apenas hacia abajo. Pero, ya lo dije, también me miran.
Dos largos mates tarda Norberto en salir de Internet. No sé qué sitios visita. No me gusta Internet. Dos mates largos tarda en salir. Y se va metiendo en la cuenta corriente.
―No quiere llover, eh.
―Y no. Debería, con estos solazos.
―Se quema el pasto.
―Y queda el pasto duro y la alfalfa que es dura. El trébol ya se achicharró todo.
Esta vez me acuerdo y vuelvo a preguntar.
―Norberto, decime. ¿Quienes son esos tres pibes y el viejo que andan por el camino cerca de lo de Moreno?
―¿Dónde?
―Ahí, cerca de lo de Moreno. Pegado a las vías. Tres pibes casi iguales y un viejo.
―Ah, los bobitos. No joden a nadie.
Lussetto me hizo acordar del Cumpa. Viene bien. Se da maña este flaco magro y nervioso. Este sí, sonríe francamente. Habla como asombrado. En voz alta y alargando las palabras. Dice que come mucho. Que no va a engordar nunca. Hay tanto que hacer en los corrales y se necesita gente. Si no se reniega y se tarda el doble. Además, juntar la hacienda en lotes tan grandes no es fácil. Hay que ver cómo lo hacen aquí en semejantes lotes y con algarrobos.
Son lindos estos potreros tan grandes y ondulados. El sol les queda bien. No como al camino polvoriento por el que tengo que pasar cuando vengo una vez por mes. El camino de tierra blancuzca y pelo de chancho que cruza por el puente que cruza el canal flaco y marrón, con bidones y juncos.
―¿Y el viejo, Cumpa?
―El viejo es el hermano de la rumana. Vino con ella, de Rumania. No se le conoció hombre a la rumana.
―¿Y los pibes?
―Los bobitos nacieron todos aquí.
―Son iguales.
―Sí, pero no se le conoció hombre a la rumana.
Sol de primavera madura. El verano que va a cuartear la tierra. Alguna lluvia gorda derramándose desde un cielo de boca grande y negra. Mucho relámpago y ese ruido como a rama quebrándose antes de los bombazos redondos de los truenos que quedan redoblando. Dos o tres semanas verdes y después de nuevo la sequía, hasta la próxima tormenta estrepitosa.
El verano. El otoño que echa los últimos calores con sus llamaradas en los álamos. Y el invierno. Las temporadas en estas pampas que pasan rápido. Que se van sumando. ¿Será para siempre? Difícil creerlo cuando no se conoce otra cosa que las medidas.
Y corre el agua del arroyo como corren las temporadas.
―Hola gente. ¿Cómo andás Norberto?
―Bien, ¿y vos?
―Bien.
―¿Qué tal la hacienda?
―Por ahora bien. Duro el añito. Pero la última lluvia ayudó después de tanta helada en seco.
―Sí así dicen todos, che.
Otra vez me acuerdo.
―Hace mucho que no los veo a los pibes y al viejo que andaban cerca de las vías.
―¿Quién?
―El viejo que caminaba por el camino y los pibes que estaban quietos.
―¿Cómo’, ¿no te enteraste?
―¿De qué?
―Se colgaron.
―¿Se mataron?
―Si se colgó el viejo y uno de los bobitos. Juntos.
―¿Cómo juntos?
―Sí, juntos.
―A la mierda. ¿Y los otros?
―Ahí andan. Vi a uno ayer, en la ferretería del vasco Santandrea, comprando unos bulones y unas tuercas para tranquera.
Autor:
Ebel Barat