Feo color el del camino que une el pueblo con la ruta a La Amalia, amarillo y polvoriento, garganta seca y soledad.
Sobre el camino vive gente pobre, es un camino con pobreza de siempre.
El canal que lo cruza, no muy lejos del pueblo es escaso y limoso. Pocos patos navegan cerca del puente. Siempre hay un puñado de bidones de plástico desperdigados alrededor del puente.
Por ese camino, color de fiebre, él los veía pasar, de a uno. Salvo el viejo, los otros iban vestidos con una decencia curiosa para ese camino, casi pulcra, casi a la moda. Pero el viejo andaba en harapos oscuros, de la pampa húmeda, no de los peores.
Los veía muchas veces al pasar con la camioneta. Ninguno de ellos levantaba la vista, como si tuvieran miedo, o vergüenza del miedo. Quería saludarlos para hacerlos más reales, jamás lo saludaron.
A veces los veía cerca del cruce del tren, como cuidando algo que ocultaban.
Los tres eran hermanos y parecidos. Los diferenciaba, apenas, lo que hacen dos o tres años en la gente joven, pero, rasgos y actitud, la misma cosa.
Cuando pasaba con la camioneta, cambiaba de carril para no echarles encima el polvo del camino amarillo y luminosamente turbio. Y se estiraba para saludarlos. Sabía que ellos lo percibían bien, pero sólo le dedicaban el último grado de sus miradas, como si fueran estrábicos. Esa gente miraba con la espalda de la mirada y el cuello rígido.
Quizá tenían animales que hacían pastar en los terraplenes de la vía.
El viejo en harapos brillosos y oscuros, como siempre, tampoco miraba. Caminaba al borde y a lo largo del camino. Había uno de los tres que andaba más cerca.
Él pensaba en dónde vivirían: por el camino o en el pueblo, quizá.
A la entrada se olvidaba. En ese viaje tampoco iba a preguntar quiénes eran.
Primero se detendría en las oficinas de Remates-Ferias Dumas & Soljan. para ver la cuenta corriente y los papeles.
Le gustaba que lo atendiera Norberto. Poco le importaba el trabajo, pero guardaba las formas con cortesía impostada, invitando con un mate, la voz soportablemente melosa. Salía de internet para meterse en las cuentas corrientes. Le interesaban dos cosas: fabular sobre los clientes y las mujeres y usaba el mismo tono en el teléfono de la empresa para sus citas y para realizar operaciones.
Iba siempre a la oficina de Dumas & Soljan. Si no se acumulaban los papeles y perdía el control fácil que se logra con la visita mensual. Y después, a ver la cuenta del gasoil y la de la cooperativa de luz. Los primeros días de mes no faltaba porque caían todos los vencimientos y no le gustaba pagar intereses, ni las cuentas complicadas de los intereses, ni en general, los tipos que se ocupaban de esas cuentas.
Allí, en ese clima seco y de mucho sol, había que elegir bien la raza de la hacienda. Era inútil rebuscar, los cebúes eran lo más indicado.
Extrañaba el ganado de antes en su provincia. Sabía que no se adaptaba. La miel se daba bien, allí había pocas enfermedades y buena alfalfa para semilla de los criaderos. Era un ingreso extra. El hijo de Lusseto, el amigo de su padre, allá en su pueblo, se había venido con él y ahora era socio en lo de la miel. Lo visitaba a la noche para ver cómo andaba la cosa, él no sabía nada de colmenas. El hijo de Lusseto era enfático como el padre. Y amable como el padre, más alto y delgado. Quizá el viejo había sido así, de joven.
Feo camino este que conecta el pueblo con la ruta a La Amalia. Amarillo como la enfermedad. El viejo viene caminando desde la pieza cerca del horno de ladrillos. Duro el cuello, para adelante. No lejos del bajo donde anda uno de ellos, el que siempre está más cerca, como a ciento cincuenta metros. Lejos está, ese viejo, de la gente.
En el camino polvoriento se lo ve bien, oscuro y caminando. Después se lo olvida.
Cerca del puente sobre el canal pobre, allí anda otro de ellos. Está de espaldas al camino, oblicuo frente al terraplén del tren, sin moverse. El viejo va a pasar por ahí, también, y va a seguir hasta dónde seguramente está el otro, como si los recorriera.
Lusetto le dice que hable con el Cumpa. Necesita gente para trabajar con la hacienda y dice que el Cumpa es bueno para eso.
El Cumpa vive en el barrio. Tiene una bicicletería donde repara, cuando no hay changas, algunas de las bicicletas del barrio, casi todas viejas. El Cumpa lo invita con unos mates.
Esta vez se acuerda.
―Ah, los hijos de la rumana.
―Rumana, no. Será yugoslava. Acá son yugoslavos.
―No rumana, rumana.
―¿Estás seguro? ¿Sabés dónde queda eso?
―No sé. Será por ahí. Pero ésos son los hijos de la rumana.
―¿Dónde vive?
―Se murió hace bastante. Cuatro o cinco años.
Alcanza a percibirles un arqueo leve en la boca, de un lado solamente, no llega a sonrisa. Como si ser amigable pudiera verse como una falta de respeto. Ese arqueo de un lado de la boca lo hacen los tres, idéntico. Miran apenas hacia abajo. Pero, también lo miran.
Dos largos mates tarda Norberto en salir de Internet. No sabe qué sitios visita, no le gusta Internet. Dos mates largos tarda en salir y se va metiendo en la cuenta corriente.
―No quiere llover, ¿eh?
―Y no. Debería, con estos solazos.
―Se quema el pasto.
―Y queda el pasto duro y la alfalfa que es dura. El trébol ya se achicharró todo.
Esta vez se acuerda y vuelve a preguntar.
―Norberto, decime. ¿Quiénes son esos tres pibes y el viejo que andan por el camino cerca de lo de Moreno?
―¿Dónde?
―Ahí, cerca de lo de Moreno, pegado a las vías. Tres pibes casi iguales y un viejo.
―Ah, los bobitos. No joden a nadie.
Lussetto le recomendó al Cumpa. Viene bien, se da maña este flaco magro y nervioso. Este sí, sonríe francamente y habla como asombrado, en voz alta y alargando las palabras. Dice que come mucho, que no va a engordar nunca. Hay tanto que hacer en los corrales y se necesita gente. Si no se reniega y se tarda el doble. Además, juntar la hacienda en lotes tan grandes no es fácil, hay que ver cómo lo hacen aquí en semejantes potreros y con algarrobos.
Son lindos estos potreros tan grandes y ondulados, el sol les queda bien. No como al camino polvoriento por el que tiene que pasar cuando viene una vez por mes.
―¿Y el viejo, Cumpa?
―El viejo es el hermano de la rumana. Vino con ella, de Rumania. No se le conoció hombre a la rumana.
―¿Y los pibes?
―Los bobitos nacieron todos aquí.
―Son iguales.
―Sí, hay uno que es un poco más.
Sol de primavera madura. El verano que va a cuartear la tierra. Alguna lluvia gorda derramándose desde un cielo de boca grande y negra, mucho relámpago y ese ruido como a rama quebrándose antes de los bombazos redondos de los truenos que quedan redoblando. Dos o tres semanas verdes y después de nuevo la sequía, hasta los próximos estrépitos.
El verano, el otoño que echa los últimos calores con sus llamaradas en los álamos. Y el invierno, las temporadas en estas pampas que pasan rápido, que se van sumando. ¿Será para siempre? Difícil creerlo cuando no se conoce otra cosa que las medidas.
Y corre el agua del arroyo como corren las temporadas.
―Hola gente. ¿Cómo andás Norberto?
―Bien, ¿y vos?
―Bien.
―¿Qué tal la hacienda?
―Por ahora bien. Duro el añito, pero la última lluvia ayudó después de tanta helada en seco.
―Sí así dicen todos, che.
Se acuerda.
―Hace mucho que no los veo a los pibes y al viejo que andaban cerca de las vías.
―¿Quién?
―El viejo que pasaba por el camino y los pibes que estaban quietos.
―¿Cómo?, ¿no te enteraste?
―¿De qué?
―Se mató. Y al pibe.
―¿Se mataron?
―Sí, parece que el viejo estaba enfermo del estómago y no podía del dolor. Le pidió la escopeta a Romero para matar dos halcones que le comían los pollitos, eso dijo. Y se metió un tiro en la panza. Piensan que antes le tiró al bobito que andaba con él.
―¿Lo mató al pibe?
―Así dicen, tenía un tiro en el pecho. Él no podía con el dolor de panza y se lo pegó en el estómago.
―A la mierda, qué bárbaro ¿Y los otros?
―Ahí andan. Vi a uno ayer, en la ferretería del vasco Santandrea, comprando unos bulones y unas tuercas para tranquera. El otro se conchabó en el ferrocarril.
Autor:
Ebel Barat