Publicado en: 22/06/2022 Matías Torno Comentarios: 0

Entro a tientas a su habitación y el primer signo de vida es el de una rata. Gris, peluda y de grandes orejas rosadas, parecidas a las de mi hija en aquel bendito día en que nació. La rata está devorando los restos de un plato de fideos. El plato de lata está colocado, o quizá olvidado, debajo de la cama. El roedor abandona su silenciosa faena y me mira, con ojillos escrutadores, como se mira a un intruso. Luego baja la cabeza y sigue deglutiendo.

“Es Lucy, la más sociable”, me explica Pitito con una triste sonrisa, antes de extenderme la férula de su mano derecha en modo de saludo. Hace un par de meses que no lo visito. Lo noto más flaco y demacrado. Calvo, bien calvo. Tiene más pelos en la nariz que en la cabeza. Quizá él vea algo parecido en mi rostro. Por las dudas, ninguno opina sobre la apariencia del otro.

Hace unos seis o siete meses desde que lo conozco a Pitito. “¿En serio no lo junás? ¡Tenés que ir a verlo!”, fue la recomendación de Trifulca, otro payaso, cuyos penosos sucesos de vida acabo de recopilar en una aburrida entrevista *. Espero tener mejor suerte con el payaso Pitito, quien respira entrecortadamente a mi lado. Pensativo, meditabundo, por no decir somnoliento.

Dándole tres largas chupadas a la bombilla de su mate, el payaso parece absorber energía. Comienza a narrarme su historia. Cuenta que desde chico siempre quiso dedicarse a la actuación y el humor. Sus grandes ojos azules chispean al calor del recuerdo. Menciona a Tarambana, cómico oriundo de Gato Colorado y mentor suyo. Un maestro en el arte de hacer reír a los mocosos, de hacerles olvidar por un rato todas las desdichas y privaciones del mundo. Con Tarambana se olvidaba de todo, especialmente de la ferocidad de su padre. Como cuando jugaba al fútbol. Pero como no nació ducho para el deporte, apostó todo a la comicidad. “El humor te salva. Sí, créeme, yo creo que nos salva”, revela Pitito, mientras la rata Lucy corretea a su lado y luego se esconde en un agujero del viejo piso de madera.

“Pude idear y darle forma a mi personaje. Me valí de algunos viejos gags, inventé otros. Recurrí a los juegos de palabras. El humor a veces es colocar algo donde no va. La incoherencia. Con esa base, empecé a recorrer plazas y parques por los pueblos. Hasta que quise cumplir el gran sueño de mi infancia: trabajar en un circo. Y ahí la cagué. Fue el comienzo del fin”.

*Nota del autor: A durísimas penas, estoy intentando escribir un libro sobre la historia de los circos que han recorrido el territorio argentino.

 

Pitito recuerda que, cuando era niño y llegaba algún circo a su pueblo natal, era todo un acontecimiento para él. Con otros chicos, se acercaba a las jaulas y se sorprendía con los rugidos de los leones, la fiereza de los osos y las monerías de los chimpancés. Disfrutaba de aquel espectáculo. Porque en la infancia no te das cuenta que existen jaulas, tanto fuera como dentro de uno. Además, pensaba que la vida en un circo era tan alegre como se evidenciaba en cada función. Aún no sabía que en los circos también había sufrimiento, desdicha y soledad. El sufrimiento de un oso polar en el caluroso verano de Mar del Plata. La desdicha de la niña que no pudo ser gimnasta. La soledad de una foca chapoteando en una vieja pelopincho.

El payaso empezó su carrera en circos pobres, que eran un verdadero culto a la austeridad. Cuenta que había uno, cuyo nombre no recuerda, donde los malabaristas usaban envases de cerveza vacíos. Y, en el número final, había un equilibrista que caminaba sobre la cuerda, llevando un paraguas negro agujereado en su mano.

Pero el humor puede ser un arma de doble filo. Sobre todo cuando se padece la humillación de ser golpeado constantemente por otro payaso. Es lo que le sucedió a Pitito durante largos años. “Yo solía ser el partenaire inofensivo de la dupla de payasos. Recibía cachetazo tras cachetazo, patada tras patada, sin poder reaccionar ante eso. Así estaba escrito en el guión del sketch, y capaz también en el guión de mi vida. Al principio lo tomé como algo rutinario, como parte de mi trabajo, pero después me empezó a joder cada vez más. Ese ‘Paf, paf, paf” de las cachetadas sucesivas, mis mejillas encendidas. La risotada de los niños crueles, muy crueles. Veía en ellos a los asesinos del mañana. Pero había otros chicos que no se reían. Se quedaban ahí, duritos, como mirándose a un espejo. Yo no soy psicólogo, pero capaz eran niños golpeados, como lo había sido yo. Y a veces los golpes eran más fuertes. Por ejemplo, cuando el otro payaso pedía un aumento de sueldo y no se lo daban, yo sentía que me pegaba con más fuerza, como si fuera mi culpa. Una tarde me cansé y le dije a Plim Plinela: ‘Podemos cambiar los roles alguna vez. Si no se hace muy aburrido…’. Y el muy hijo de puta me contestó: ‘¿Estás en pedo vos? Estuve esperando como diez años que se muera el verdugo de Piltrafa. Ahora me toca a mí…’”.

Consciente de su oprobiosa situación, Pitito le realizó una propuesta al dueño del circo Austrohúngaro, un hombre de mediana edad, alto y esmirriado, con nariz de pelícano. Le ofreció un nuevo número para el espectáculo. Se trataba de un tucán encerrado en su jaula, al que se le proyectaban diapositivas de las Cataratas del Iguazú, su lugar de origen. A medida que se iban presentando las imágenes, pequeñas lágrimas caían de los ojos azules del ave, que se iba sumergiendo en la nostalgia. El sketch fue titulado “El Tucán Melancólico”. Fue un rotundo e inevitable fracaso. El tucán, ubicado en el centro de la pista, lagrimeaba al observar las Cataratas, pero la distancia con el público hacía imposible la apreciación del fenómeno.

Los circos eran una especie de barrio ambulante. La lucha por la supervivencia y los conflictos de intereses estaban a la orden del día. Los dueños, los magos y los domadores de fieras descansaban en los mejores vagones (cuando no en hoteles), mientras el resto de los trabajadores no accedía a dichas comodidades y, en algunos casos, debían compartir hogar. Pitito, quien afirma que nunca tuvo pareja estable, convivió con otros actores y hasta fue amigo de algunos. Tal es el caso del enano Altolaguirre. “Era una personita hermosa, tenía un gran sentido del humor. A muchos se les iba la mano jodiéndolo, pero él no tenía drama. Era muy generoso y buen compañero de pieza. La pasamos muy lindo con él, hasta la noche de la tragedia, la noche que desapareció. Hubo muchas versiones, la mayoría puro chamuyo. Hay quienes afirmaban que lo encontraron encamado con Nadina, una gimnasta rusa que era la amante del dueño. Como represalia, algunos decían que le hicieron firmar su renuncia a punta de pistola. Otros, que lo ahogaron en una pelela. Y alguien aseveró que fue amordazado y maniatado, para luego ser introducido en el cañón del hombre bala y salir disparado a cielo abierto. Dicen que su cuerpecito inerte fue hallado en un campo de Berabevú, pero yo no les creo un pomo. El enano Altolaguirre, qué recuerdos…”, culmina el payaso, visiblemente conmovido.

“Pero así como coseché buenos amigos, también padecí a muchos soberbios y pedantes. Recuerdo a uno en especial, el domador del circo Melián. Siempre bien vestido y perfumado, con un frondoso bigote tipo mostacho, te miraba como si fueras una cucaracha. Y era implacable con los tigres de bengala, hacía lo que quería con ellos. En la escena final de su número, se hacía besar por uno. Una noche, gritó su típico ‘¡A ver, a ver, nos despedimos con un besito!’, mientras descargaba latigazos sobre el aserrín de la pista. El tigre no se movió. ‘¡Vamos, vamos, el besito de las buenas noches!’, insistió el domador, golpeando con el látigo sobre los barrotes de la jaula. El tigre se movió un poquito hacia adelante. ‘¿Qué pasa? ¿No me vas a saludar hoy?’, le preguntó, reculando. El tigre debe haber olido el cagazo y se le abalanzó. Le clavó los dientes en la ceja, en el cachete, en el tegobi. Saltó el chocolate por todos lados, lo desfiguró. Entraron los cuidadores de los tigres corriendo, la gente gritaba alocada. Yo miraba todo, detrás del cortinado. Me da vergüenza decirlo, y vos vas a decir que soy un loco de mierda, pero créeme que lo disfruté. Tendrías que estar en mi piel para saber por qué. Ese fanfarrón ahí tirado, como un muñeco destrozado, agonizando. ¡Fue maravilloso, maravilloso! ¿Qué me van a hablar de las siete maravillas del mundo? ¡Son siete mocos, siete mocos comparados con esto! Se lo llevaron en camilla y estuvo como cuatro meses internado, se salvó de casualidad. Para colmo, teníamos una ART pedorra, la Roberto ART, y le costó la recuperación. Volvió al circo hecho una seda”, rememora Pitito, a pura risa.

Nómade por obligación, el payaso conoció muchos pueblos y ciudades de Sudamérica. En la mayoría de ellos, percibió el mismo aire vicioso, el mismo pulso, la misma monotonía. Pero una ciudad lo deslumbró, al igual que a mí. Valparaíso. ¿Quién habrá engendrado esa ciudad, peculiar y orgiástica acuarela de sal, sol y colores? Donde abajo rompe el mar, escupiendo al pobre y desesperado marinero, quien sube el cerro más próximo para consultar, no sin cierta libidinosidad, el precio de la carne.  Circulan pocos autos, casi no ladran los perros. Suben los pies rotos de la anciana y su endeble bastón marrón, quebrado en algún sismo. Caen las monedas de los pobres (verdadero derrame de riqueza). Cuelga la salada memoria del pueblo, expresada en raídas ropas, sobre las cuerdas de la dignidad. En las sísmicas grietas del asfalto, nacen mariposas que pintan murales coloridos. Cuando la tarde se va, colgada en el pico de una gaviota, el mar se acuesta, apaga la luz y se pudren las últimas frutas del mercado. El crepúsculo quema algún cerro y se escuchan los bomberos. Un laburante culmina su jornada, sube al cerro y ve su casa en llamas. Como ayer, hoy y siempre. La bohemia aún pervive en oscuros bares centenarios y nace la noche estrellada, como un lúcido desprendimiento de este majestuoso culo del mundo llamado Valparaíso.

“Una noche soñé que viajábamos a Valparaíso con el circo. Era verano, íbamos todos juntos, hacinados, en la caja de un camión. Casi todos dormían, pero yo leía un libro sobre la vida de Marcel Marceau. De repente, chocamos violentamente y todos murieron, la mayoría sin enterarse. O capaz seguían dormidos, pero yo los di por muertos. Me bajé del camión y me puse a leer al costado de la ruta, echado sobre el pasto, lo más pancho. Me quedé dormido y me desperté en una playa de Santa Teresita, en una helada tarde de invierno. A mi lado estaba Emilio Disi, comiendo un choclo. No había nadie más en la playa, ni el loro. El cielo estaba todo encapotado. Al toque se armó una tormenta tremenda y se me voló la sombrilla. Caían rayos en el agua y se armaron olas gigantescas. Yo corrí y corrí la sombrilla, infinidad de kilómetros, todo empapado, mientras Disi se reía a mis espaldas, con esa carcajada contagiosa que tiene. Pensé que era el fin del mundo, o al menos de mi sombrilla. Y cuando estuve a punto de atraparla, me desperté, todo sudado”, confiesa Pitito.

“Un año tuve sueños muy raros, pensé que estaba loco. Soñaba que estaba frente a la jaula de un yaguareté, el animal más lindo que existe. La puerta de la jaula se abría, el yaguareté salía y se marchaba, sin atacarme. Así durante varias noches. Yo lo relacioné con que siempre había vivido con animales enjaulados, pero pensando un poco sobre el sueño, se me ocurrió que ese yaguareté podía ser yo mismo. Un yaguareté libre, dispuesto a dar el zarpazo, que podía mirar fijamente a los ojos de su padre y aclararle que no era ningún ‘inútil’, ningún ‘pelotudo’, aunque su padre ya estuviera en un geriátrico y no lo reconociera”, se quiebra el payaso, con mirada extraviada.

Es el momento adecuado para finalizar la entrevista. Ya lo visitaré nuevamente. Tengo mucho material sobre el cual escribir. Pitito me saluda afectuosamente y abandono su cuartucho. Salgo al patio de la pensión. Una bombita de luz se bambolea con el viento y parpadea, a punto de apagarse. Hay un gato gris detrás de una maceta, el mismo que vi cuando llegué. Agazapado, espera algo, la aparición de una rata quizá. Enciendo un cigarrillo. En una de las piezas, una pareja discute y un bebé no para de llorar. En otra, alguien sube el volumen de un televisor. ¿Qué historias se entretejen detrás de estas paredes? ¿Qué dramas esconde nuestro propio yaguareté?

Cierto día de algún año publicaré mi libro circense. “Tenacidad y paciencia”, parece decirme el impasible gato gris.

 

Autor: Matías Torno

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