Publicado en: 08/02/2025 Wendy Lucía Morales Prado Comentarios: 0

En este breve escrito se presentan apreciaciones y comentarios de un cuento del famoso escritor norteamericano. La versión leída es una traducción al español de Luis Miguel Aguilar publicada en la antología Cuentos y relatos norteamericanos del siglo XX, en una coedición de la secretaría de Educación Pública y la Universidad Nacional Autónoma de México en 1982.[1] En la nota de la edición, Aguilar precisa que la mayoría de los personajes de la escueta obra de Salinger son integrantes de la familia Glass y que los cuentos ilustran a dichos personajes en algunos momentos vitales reveladores. Así, el lector se entera de que el personaje principal del relato que nos ocupa es el mayor de los hijos. Efectivamente, Seymour Glass aparece más tarde en otras dos novelas cortas de Salinger publicadas en 1963: “Levanten alto la viga, carpinteros” y “Seymour: una introducción”. En ellas, Buddy Glass, hermano menor de Seymour, detalla su temperamento hipersensible y dado a la escritura, al taoísmo y reproduce páginas del diario de su hermano. En ellas, Seymour escribe revelaciones importantes sobre su relación y matrimonio con Muriel, su joven esposa a quien ama intensamente, pero se interpone su baja autoestima y la profunda certeza de su incapacidad para hacerla feliz. Además, a Seymour no se le escapa que Muriel ama la idea del matrimonio más que a su mismo marido.

La historia que nos ocupa fue publicada con otros ocho relatos breves bajo el nombre de Nueve cuentos, en 1953, de manera que las novelas cortas que comentaron otros aspectos del pasado del primogénito de la familia Glass, fueron reelaboraciones posteriores del autor. “Un dia perfecto para el pez plátano” es el primer cuento de la colección y, junto con “Para Esmé, con amor y sordidez”, es de los más famosos del autor. La narración presenta a la joven pareja formada por Muriel y Seymour Glass en un hotel en la orilla de la playa. Ocupan la habitación 407 y tras esperar toda la mañana, por fin Muriel puede llamar a su madre y entre las dos sostienen una tensa conversación en la que sobresale la reticencia, un recurso que Salinger maneja con maestría. Entre acciones aparentemente intrascendentes -lavar su cepillo y peine, sacudir la pelusa de su falda, poner un botón en su blusa y quitarse dos pelos del lunar facial– el narrador contextualiza el frívolo personaje de Muriel, quien ocupa media mañana de su tiempo en revistas “de mujeres” leyendo artículos sobre sexo, que buen puede ser, “el cielo o el infierno”. La operadora la sorprende con la llamada cuando casi termina de pintarse las uñas de la mano izquierda. Los timbrazos del teléfono no la alteran y todavía alcanza a ir por el cenicero repleto de colillas. Ahora únicamente viste una bata blanca de seda y retira un poco la bocina del oído en cuanto reconoce la voz materna. Inmediatamente la madre, con sus interrupciones a la charla banal de su hija y, con urgencia desmedida, exige confirmación y pregunta una y otra vez a la hija si se encuentra bien, que cuándo llegó, quién  manejó el auto hasta allá, etc.

La urgencia de indagar detalles, entre una conversación entrecortada con frecuentes interrupciones de ambas interlocutoras, se vale de la figura retórica de la reticencia, que Salinger maneja con maestría en los diálogos entrecortados, los silencios y juega con el lector planteando supuestos –a medias–, creando un suspenso que genera una atmósfera de peligro inminente; incluso en el contexto de los recién casados en una soleada playa. Muriel es incapaz de reconocer tal peligro que la madre advierte alarmada desde muy lejos. El lector, por supuesto, identifica los dos extremos y, entre la conversación, busca un atisbo de coherencia y seguimiento para indagar porqué la madre se comporta así o si lo hace de manera gratuita: lo que sucedió, tal como atisba o deja entrever la interacción de diálogos interrumpidos, es que Seymour no debía[2] manejar porque anteriormente había chocado el auto del padre de Muriel y la madre temía que repitiera “su numerito con los árboles”. Más adelante, sabemos que, aunque Seymour prometió pagar la reparación, no ha sucedido. No solo la madre, ambos padres están preocupados por el bienestar de su hija por el comportamiento errático de su yerno, quien, además, llama con apodos a Muriel. Ella ríe y resta importancia al asunto, sin entender por qué su madre califica aquello de “espantoso […] Es deprimente, de veras” La joven recién casada no percibe nada ofensivo y, antes de despedirse, asegura a su madre que no teme a su marido.

El cuento se desarrolla en tres escenas bien delimitadas. La primera de ellas que detallamos anteriormente, del hotel en el que se encuentra Muriel, en un espacio interior. La segunda, es la playa, donde el lector encuentra en primer lugar a Sybil Carpenter, una pequeña niña, a la que su madre unta bloqueador solar antes de dejarla sola e irse a beber unos martinis con otra dama. La pequeña niña corre al encuentro con Seymour, quien yace tirado bocaarriba en la parte más seca de la playa y pronto comienzan a interactuar. Otro acierto de Salinger es su capacidad para crear un ambiente tenso para el lector y darle continuidad incluso en los lugares más aparentemente alegres y soleados, con pelotas de playa y trajes de baño de colores intensos. La escena de Sybil Carpenter y su madre es inquietante porque sorprende el estado de enajenación materna, respecto a su hija, a quien deja sola frente al mar para irse a beber e ignora el nombre del joven amigo de la pequeña, con quien se ha reunido más de una vez. El lector, advertido de la fragilidad mental de Seymour, percibe la interacción entre la pequeña niña –el narrador compara los huesos de su espalda con dos alas salientes– y el joven recién casado con inquietud creciente. El autor recurre al recurso de la conversación aparentemente trivial, en la que el lector debe poner atención a los detalles, buscando si hay atisbos de un diálogo o conducta peligrosa por parte de Seymour, que pueda tener coherencia con las precauciones de la escena anterior. Efectivamente, con ese propósito, el autor perfila algunos detalles en la escena de la niña y el joven. A continuación, la mayoría de los indicios que despliega el autor resultan meras provocaciones para confundir al lector y llevarlo a conjeturas falsas. Por ejemplo, cuando Sybil y Seymour charlan, el joven le dice que estaba esperándola, y cuando ella confirma que su padre llega al día siguiente, el joven asegura “lo he estado esperando a toda hora”. No es así: en este relato no hay señales posteriores de conflicto alguno entre el joven y el padre de Sybil.

Lo que parece seguro es que el joven no quiere hablar ni saber dónde se encuentra Muriel. Seymour prefiere asegurarle a Sybil que su traje de baño está precioso y que le encantan los trajes de baño azules. Pide a la niña pequeña que le cuente algo de su vida, al tiempo que le sujeta los dos talones. No hay que decir que las interacciones físicas entre el joven y la niña alcanzan un matiz inquietante: la fragilidad de la niña, remarcada porque se encuentra confiada con su amigo, desprotegida y, por otra parte, el lector está advertido del carácter volátil de Seymour…no obstante, la escena transcurre en aparente normalidad, con una inocente escena de celos montada por Sybil por un encuentro pasado: la presencia de otra pequeña niña, Sharon Lipschutz, quien llegó junto a Seymour cuando éste tocaba el piano. Ante la reclamación de Sybil, Seymour responde que ella no aparecía y de repente, llegó Sharon “y se sentó junto a mí. Ni modo de empujarla ¿o sí?” Ante la respuesta positiva de la niña, Seymour responde que no podía hacer eso y que mejor “me hice a la idea de que ella eras tú”.

Mientras ambos personajes se dirigen al mar, es importante notar un par de guiños hacia la indeterminación de esta escena, con la clara intención de desestabilizar al lector, quien, no solo no encuentra atisbos de la naturaleza peligrosa de Seymour, sino que, además,  la escena parece establecer una comunión entre ambos personajes, que la pasan bien juntos y logran, por primera vez en todo el cuento, lo que parece una conexión genuina y placentera. Todo parece apuntar que Seymour se siente mejor en compañía de una niña pequeña que con su frívola esposa, y Sybil encuentra una cercanía con el joven, que de ninguna manera puede experimentar con su madre, quien la reprime y luego la olvida. Esa es la percepción que predomina de las figuras femeninas adultas en esta pieza de JD Salinger: mujeres histéricas como la madre, frívolas como Muriel, descuidada y bebedora, como la madre de Sybil…e hipócrita, como otro personaje incidental que aparecerá más adelante. Solo las niñas pequeñas y Seymour quedan al margen.

Si bien la afinidad entre los personajes es perceptible, hay “algo” que subyace en el relato y que poco a poco parece germinar en la posibilidad de que este acercamiento entre el joven y la pequeña sea pernicioso e inapropiado. Para ello el autor procede por indicios, magistralmente, con un artificio retórico mínimo, calculado pero ineludible para el lector. El primer indicio es la innecesaria sexualización de la niña mediante su traje de baño y la focalización del narrador hacia su cuerpo pequeño y frágil mientras su madre le unta el protector solar. Ahí, el narrador aprovecha para dejar una apreciación del todo gratuita cuando describe a la pequeña y su traje de baño de dos prendas: “en realidad una de esas piezas no le haría falta sino en otros nueve o diez años” ¿Por qué esta aseveración? ¿Por qué traer a la mente del lector la imagen de una Sybil de formas adolescentes con traje de baño, si apenas es casi un bebé? El segundo indicio inquietante es la escena de celos por parte de Sybil. El autor se vale de la candidez de la pequeña para establecer un triángulo “amoroso” entre dos niñas pequeñas y Seymour. Aquella escena escala rápidamente entre la sugerencia de Sybil de que, para la próxima Seymour se deshaga de ella empujándola o que la tire del asiento, hasta que finalmente, Seymour remata:

Ah, Sharon Lipschutz—dijo el joven–. Cómo vuelve ese nombre. Mezclando memoria y deseo–. De repente se puso de pie. Miró el mar. –Sybil—le dijo–, ¿sabes què vamos a hacer? Vamos a ver si agarramos un pez plátano.

En este diálogo vemos un impresionante despliegue de indicios y rápidas transiciones de acción que apenas permiten atención sobre los primeros. Primero, la evocación de la niña (rival de Sybil) en la que, al parecer, Seymour se complace. Aunado a una frase problemática: “Mezclando memoria y deseo” ¿Qué trata de decir Seymour con esto? ¿Qué evocación placentera le provoca el nombre de Sharon, una niña de tres años, en la presencia de su “rival”? Hay que resaltar que en esta ocasión, el narrador no proporciona más información en este diálogo mas que las acciones del personaje, lo que abre más la imprecisión. Pero, y esto es lo importante, aquellos indicios permanecen presentes en el lector, que comienza a experimentar una sensación de extrañeza que bien pronto pasa a transformarse en la sensación de que hay un peligro inminente ¿para quién? Aún no se sabe. Más indeterminación para el lector. Seymour suspende sus pensamientos y, de súbito, invita a Sybil a entrar juntos al mar. El motivo –buscar peces plátano– igualmente parece un sinsentido, una bobería inventada por Seymour para llevar a la niña curiosa al agua o bien puede ser un cuento para divertir a la pequeña. Cualquiera de las dos posibilidades puede ser, o las dos al mismo tiempo. En la propuesta hay algo tan inocente y divertido –o tan turbio–. Persiste la sensación de que algo sucederá y el lector poco o nada puede entender de las interacciones de Seymour y Sybil. Ahora los dos se dirigen al mar, a buscar un pez plátano. Tan lógico como puede parecer a una pequeña niña de menos de cinco años.

Hay algo ahí, algo que, posiblemente, el lector no puede precisar y esos recursos forman parte de la maestría con la que Salinger perfila este relato, en el que las indeterminaciones, los silencios y las ausencias son tan inquietantes como lo que se expresa, lentamente y a cuentagotas. Estos recursos permiten afirmar que Salinger exige un lector cuidadoso, atento al detalle y a los guiños que funcionan unos con otros y en consonancia. Por ejemplo, tenemos el caso de la misma focalización del narrador en el momento en el que Seymour se desviste para dirigirse hacia el mar con su pequeña amiga. Una vez más como hizo con Sybil, el narrador describe la parte superior del cuerpo del joven, así como el color de su traje de baño: “tenía los hombros blancos y estrechos, el traje de baño era azul celeste”. Entre la conversación del joven y la niña, hay un contrapunteo –una vez más—entre Sybil y Sharon que aumenta la rivalidad de ambas por la validación de Seymour, quien asegura a una celosa Sybil que Sharon le gusta porque no maltrata a los animales como algunas niñas hacen con palos de paleta, comentario que, posiblemente, sea una reprimenda indirecta a su amiga. Tal vez, pero tal vez, no. Más indeterminación.

Los personajes caminan en la playa hasta que el agua llega a la cintura de la niña y él la coloca encima del flotador. La pequeña tiene miedo de ir a la deriva y pide al joven que la detenga. Seymour responde otra imprecisión que el lector puede interpretar como prefiera: “Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo. Tú solo ponte lista para cuando veas un pez plátano”. Y luego cuenta a su amiga la trágica historia de aquellos peces. Buscando alimentarse, entran por un hoyo y se atiborran de plátanos “llegaron a comer hasta setenta y ocho”, una vez saciados no pueden salir porque no caben por donde entraron y mueren. Sybil sigue sin distinguir a ninguno, pero en vista de que cada vez se adentran más lejos en el mar, tiene miedo, mientras conversan sobre la suerte de los peces plátano, remontan una ola que moja la cara de la niña: en un juego de inocentes preguntas, Sybil asegura a Seymour que acaba de ver un pez con seis plátanos en la boca. “El joven cogió de pronto uno de los pies mojados de Sybil, que colgaban del flotador, y le besó el arco”. La niña se sorprende. Seymour propone salir del mar, la niña se opone pero finalmente, los dos se despiden. Sybil baja confiadamente del flotador y corre rumbo al hotel.

Hasta aquí, la incertidumbre de la escena con la pequeña niña ha terminado y puede parecer que el peligro no era tal, y que las suspicacias diseminadas como indicios fueron excesivas. Salinger, decíamos, maneja como nadie el recurso de la reticencia, aquella figura retórica que aparece continuamente en la primera parte de este relato y se caracteriza por “omitir una expresión, lo que produce una ruptura del discurso que deja inacabada una frase que pierde, así, parte de su sentido […] con ello el código no se altera, sino que se elimina, y queda a cargo del resto del discurso sugerir, con mayor o menor exactitud, lo que se omite”.[3] El efecto generado por esta figura retórica del medio decir es aún más fuerte y sugestiva que una afirmación explícita: “suele producir un efecto hiperbólico de exageración o énfasis, […] pues al omitir precisamente aquello que por su gravedad, grandeza, ruindad, etc., es difícil de expresar, se dice más aún de lo que se calla”.[4] Tal figura es recurrente en esta pieza del autor y genera en el lector esa sensación de urgencia, de una verdad insoportable que, de algún modo, ha pasado a la vista de todos y no obstante, sigue siendo invisible.

Hasta este momento, minimizando aquellos pensamientos alarmantes de los padres de Muriel, la escena con Seymour y Sybil muestra una valoración positiva, pues comenzó y terminó sin incidentes que comprobaran (si bien tampoco desmienten por completo) el comportamiento perturbado del joven recién casado. Parece que Seymour encuentra una conexión genuina con aquella pequeña niña, con un espíritu simple e imaginativo al margen de pretensiones y apariencias sociales, como las de otras damas. Y este razonamiento encuentra confirmación en la escena siguiente. Seymour se dirige a la habitación de hotel en la que se encuentra su esposa. En el elevador, el joven no soporta la insistente mirada de una señora hacia sus pies, aunque ella lo niegue. En ese momento, el joven explota: “Si quiere mirarme los pies, véamelos –dijo el joven–, pero no lo haga con su jodida hipocresía”. Posiblemente, eso último es lo que Seymour no ha soportado del trato con el mundo. Lo demás se desenvuelve tan indolentemente para el narrador, que describe con precisión las acciones del personaje. Porque el narrador de esta pieza es hábil: directo, preciso y parco con las acciones, en los diálogos alterna ambigüedades y reticencias, y así logra un balance extraordinario. Seymour entra y se dirige a un final desconcertante de reacción en cadena, no sin antes detener su mirada en su mujer: “…luego cruzó el cuarto y se sentó en una cama gemela desocupada, miró a la muchacha, se apuntó la pistola, y se pegó un balazo en la sien derecha”. Así, sin más, una sucesión de acciones en tiempo pasado, sin dar apenas respiro al lector, quien, desconcertado y, al mismo tiempo, queda con la extraña sensación de que percibió algo siniestro, pero también luminoso del interior del personaje. Sin embargo, al final del relato el asombro es doble: el lector nunca calibró que todo aquello que profundamente lo inquietó, fueran los mismos tormentos que experimentaba el personaje. ¿Plan previsible? De ninguna manera ¿De dónde emerge la impulsividad? El lector no sospechó, ni tuvo indicio para comprender que el protagonista diera en acabar consigo mismo: la comprensión y pasmo del lector llegan al unísono, tan fuerte y tremendo cuando se produce aquel disparo con el que todo acaba.

[1] Reproduzco los nombres de las obras en su traducción al español.

[2] Las cursivas de énfasis son mías.

[3] ‘reticencia’ en Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, México: Porrúa, 1995, p. 420.

[4] Ibid., p. 421.

 

 

 

Autora:
Wendy Lucía Morales Prado

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