
En la plaza del pueblo había una hilera exterior de jacarandaes sobre la línea de la calle, luego y hacia adentro seguía una franja de césped raído por la sequía y a continuación y siempre hacia adentro, volvía a aparecer una hilera de jacarandaes cerrando el perímetro. Cada cinco arboles de éstos, se encontraba un banco de cemento un tanto pretencioso pero de ergonomía convocante. Ahí, en uno de ellos, esperaban sentados los hermanos Podestá al auto que los trasladaría hasta el aeropuerto para tomar el vuelo hacia Madrid donde culminaría la parte más traumática del viaje. Luego una conexión los llevaría a Ibiza desde donde un ferri los depositaría con destino final en Formentera.
- ¿Qué hora es? preguntó el mayor. Estaba ansioso pero menos que el menor, y sabía que a la calma la tenía que fomentar él, aunque fuera forzada.
- Falta un rato. Ya son casi las cuatro, dijeron entre las cuatro y cuatro y media.
- Está abierto el bar del club. ¿Querés que vaya a ver si me venden dos cafés y los traigo?
- Negro y sin azúcar. Como siempre.
El mayor apareció con un café en cada mano. Se estaba quemando porque le habían dado unos vasos de plástico de paredes muy delgadas. El café sabía horrible y quemado pero les sirvió para alivianar la espera. Lo tomaron disimulando el desagrado.
- Está muy buena la mujer del gallego, dijo el mayor mientras revisaba su celular.
- ¿Qué gallego? Preguntó el menor frunciendo el seño por la borra del café que se había tragado.
- El dueño del bar del club. Me atendió ella. Siempre me gustó.
- Ah sí… a mí no. No es el tipo de mina que me gusta. Pero reconozco que está bastante bien. Hace mil años que no la veo.
- Convidame con un cigarrillo.
- ¡No los agarré!
- Andá a comprar y de paso la ves. ¡Dale, yo traje los cafés!.
- Ok ok..
- Caminá despacio, acordate.
- Si… si… es imposible caminar rápido con esto encima.
El calor se hacía sentir pero el viento transformaba la espera en un momento agradable y cada tanto alguna nube aplastaba las sombras trayendo un poco de alivio.
- Compre cuatro atados, dos para cada uno así tiramos unos días. Allá salen una fortuna.
- ¿Y… que te pareció la mujer del gallego?
- Sí, está muy buena. Pero como te dije: no es mi tipo.
- Recién me avisaron que van a llegar cerca de las cinco porque hubo un cambio y nos levantan últimos.
- ¡Qué cagada! Ya quisiera ir arrancando.
- Tranquilo, ya estamos en modo viaje. Y mantengamos la calma. Si no vamos a complicarnos nosotros mismos.
- Si ya sé. En realidad quiero arrancar antes de que me arrepienta.
- Tranquilo, dame fuego.
- No tengo. ¡Y ahora te toca a vos!
- Dale, voy. La mina se va a pensar que somos idiotas.
- Traete algo fresco para tomar.
- ¿Cerveza?
- ¿Encima del café no nos hará mal?
- ¡Si, claro! Traigo agua fría.
El mayor volvió con un cigarrillo encendido en la boca y dos botellas pequeñas de agua mineral medio congeladas, una en cada mano. La silueta de sus dedos, quedaron por algunos minutos marcadas en la débil escarcha.
- Acordate que tenemos que tomar medio Alplax ahora y el otro medio cuando lleguemos al aeropuerto. Otro medio en la mitad del vuelo y otro al llegar. Repetía tipo mantra el mayor mientras buscaba en la mochila su media pastilla.
- ¿Y si me arrepiento en algún momento me vas a seguir queriendo? Te lo pregunto porque hermanos vamos a ser toda la vida.
- No tenés que ni siquiera pensar en la posibilidad de arrepentirte. Además no tenemos mucho que perder.
- No me respondiste la pregunta. Por momentos pienso en que nunca debería haber aceptado tu propuesta, le dijo el menor mientras dejaba caer la última gota de agua dentro de su boca.
- Esto equivaldría a muchos años de trabajo ¿te das cuenta de lo que estamos hablando?
- Me tomaría otra agua.
- No, basta, ya no podemos. Eso nos jugaría una mala pasada. No podemos ir al baño.
- ¿Tenés más agua? Solo unos tragos, tengo la boca seca.
- Sí, en el bolsillo de afuera de mi mochila. Mojate los labios y nada más.
El menor se levantó y se arrimó a una planta de coronita de novias bastante mal podada, pero que no desentonaba con la decadencia no solo de la plaza sino del pueblo en general y orinó sin importarle que alguien pudiese estar viéndolo. Ya su cabeza funcionaba en concordancia con el suceso. Naturalmente los límites se empezaban a correr.
- ¿Por qué no nos hicimos llevar por alguien conocido hasta el aeropuerto?
- No quise comprometer a nadie. Así está mejor.
- Y pensar que nunca cruzamos el charco, vaya forma de debutar la nuestra, dijo el menor soltando una sonrisa, como queriendo encontrar un poco de paz en donde no había.
El mayor no dijo nada, solo miraba el teléfono y trataba de demostrar que él no estaba intranquilo y mucho menos temeroso. Ante la menor duda, simulaba tener una vasta experiencia.
- ¿En Formentera nos espera Marcos al final?, preguntó el menor.
- Nos recibe un tal Paquirri, un amigo de Marcos y ahí termina todo.
- Esperemos que no nos deje en banda.
- Pero no… Allá viene el remís me parece.
Se pusieron de pié, agarraron cada uno su mochila, las metieron en el baúl, chequearon una vez mas tener los pasaportes encima, se subieron y se pusieron lentes oscuros para evitar que el sol les impidiera viajar cómodos. Sintiendo el recorrido del alprazolam en su interior, no demoraron en dormirse hasta llegar al aeropuerto. Recién cuando el remís se detuvo en las inmediaciones del espigón internacional, abrieron sus ojos.
- ¿cómo te sentís? preguntó el mayor.
- Bien, con mucho hambre ya y nos falta todo el viaje.
- No podemos comer absolutamente nada.
- ¿No?
- Y no. Ya estamos limpios, solo un poco de liquido nomás y hasta dentro de un ratito. Pensá en otra cosa. Bajemos.
Sacaron sus mochilas, el mayor le pagó al remisero, se arrimaron hasta la puerta de ingreso y se detuvieron a fumar el último cigarrillo previo al embarque.
- Te veo bien, más tranquilo, dijo el mayor mirándolo de costado.
- Un poco mejor. Me vino bien dormir.
- Ahora nos toca tomar la otra mitad.
Sí. Hagamos el check in primero y nos la tomamos con un café.
Autor:
Martín Francés