
Les voy a contar algo que, si lo leen sin detenimiento, creerán que fue normal, una anécdota cotidiana, pero no fue así. Préstenle atención a cada suceso y a cada uno de los actores, incluyéndome a mí.
El teléfono sonaba y no quería atenderlo porque estaba mirando por la ventana una discusión fuerte, extremadamente fuerte. No se entendía muy bien qué pasaba pero había insultos, golpes y reclamos de pertenencias entre dos personas. Parecía un problema de parejas pero mezclado con algo de robos y arrebatos. Fue un movimiento raro. Luego cuando llegó “la autoridad”, los arengó a retirarse, cada uno por un lado y la vida debió continuar, no sin el resabio amargo de la violencia.
Tomé el teléfono y había una llamada perdida de Luigi y un mensaje de whatsapp que decía que el día se prestaba para ir al rio, que comeríamos un asado y recuperaríamos el ancla del barco que se había quedado enganchada. Otro mensaje decía que, si estaba de acuerdo en ir, le avisara y en una hora y media me pasaba a buscar.
A la hora y media estaba esperándolo con un vino abajo del brazo y la esperanza de que el día fuese más que placentero. Él siempre conduce la suerte para que el placer esté a la orden del día. Es, de alguna manera, su forma de encarar la vida.
Llegamos al club donde se encuentra el barco, lo abrimos para que se oreara un poco, limpiamos la cubierta, preparamos unos mates y esperamos al resto que estaban por llegar. El día se perfilaba promisorio.
Mientras acomodábamos los víveres, conversábamos sobre los incordios que implica tener pertenencias inutilizadas, sobre todo si son bienes de lujo y las asfixiantes preguntas sin respuestas de por qué y para qué.
– ¿Cuántos somos para comer? pregunté mientras metía el asado en la heladera.
– Cuatro somos nosotros y cinco con el flaco éste, si se queda, respondió Luigi señalando el teléfono.
– ¿Quién es?
– Contraté un buzo táctico, me dijo mientras escuchaba un audio que le había mandado para coordinar el punto de encuentro y la hora.
– ¿¡Un buzo táctico!? ¿ahora? ¿por?
– ¡Para que nos ayude a recuperar el ancla, está enganchada en los árboles a cinco o seis metros de profundidad, una locura!
– Ahhh ok ok…, dije yo empezando a entender de que venía la cosa.
Continuamos en silencio un rato, pero con la expectativa propia que genera el río Paraná, que no solo nunca aburre sino que siempre excita y promete; si está todo bien, claro.
Y también convoca si estamos en soledad, ya que suele ser un refugio de mucha paz donde, en mi caso, encuentro un lugar de inspiración para escribir en más de una oportunidad.
Un instante más tarde llegaron por la pasarela que conduce a las embarcaciones Zuka y el Chango, que se vieron complicados para saltar hacía la proa del barco porque los años también quieren ser parte de la fiesta: protestaron, miraron, calcularon y se fueron bajo la insondable espada de la resignación.
De repente no se los escuchó más y al cabo de unos minutos los vimos acercarse en un gomón por la popa, que es por donde suele ser más fácil subir. Venía manejando Zuka y los acompañaba “el jardinero” del club. Se bajaron los dos, y uno de ellos le dio las instrucciones al muchacho de cómo manejar para que pudiera volver. Cuando escuché que le dijo “se acelera para abajo y se frena para arriba”, cobré conocimiento de la ignorancia como timonel que azoraba a este chico, y ni les cuento cuando le vi la cara de pánico. En mi vida había visto eso. El joven inexperto aceleró el gomón como si lo estuviesen baleando desde la costa y sin darse cuenta pasó a toda velocidad, sin ningún tipo de dominio por debajo de la hélice de un barco amarrado al lado del nuestro, a dos centímetros de la muerte. Recuerdo que pensé en una milésima de segundo: ¿Por qué tengo que ver como se muere un tipo a un metro de distancia? Nos miramos con el resto y lo único que hacíamos era menear la cabeza y agarrarnos la frente. Luego desapareció entre los barcos e intuimos que había llegado a destino. Así empezó el día.
Zarpamos, no sin el inconveniente de un río enflaquecido donde el calado de las embarcaciones pareciera ir peinando su lecho. Bastante barro se dejaba ver entrelazado en el agua enloquecida por las hélices de los dos motores, muy potentes, por cierto, y un ligero arrepentimiento cundió entre nosotros. Salimos y el aire fresco que se estaba empezando a enardecer, corría por la cubierta.
– Cirilo, a las trece en punto en la boca de La Milonga, le dijo Luigi al buzo, quedándose con la duda de que le hubiese entendido.
– Ok, ok, listo, listo… se escuchó el audio que le mandó el buzo. Hacia allá nos dirigimos.
Unos días antes, con la desventaja que da la sobremesa larga y a pesar de haber luchado por horas, el ancla quedó yaciendo en el fondo del canal con señuelos. Habían dejado dos bidones mugrientos atados a la cadena que hicieron las veces de boya, permitiendo dar con el lugar exacto en seguida. Amarramos el barco ahí y esperamos el arribo del buzo.
Media hora más tarde se escuchó el frágil motor del chinchorro de Cirilo aproximándose. Se arrimó por la popa donde una candente parrilla atiborrada de asado proponía dejar todo el trabajo para después, pero había cierta intriga por ver que había abajo del agua, mejor dicho, por saber que era lo que podía ver el buzo abajo del agua.
Subió al barco y después de decir y dibujar con sus manos la cantidad de artilugios y estrategias que iba a implementar, se dio cuenta de que Zuka era un viejo conocido de la época portuaria. Si les digo que pude ver cómo le brillaron los ojos cuando lo vio, no les miento. Fue la reconfirmación de un amor que seguramente en su momento, había sido a primera vista. Dicho esto, vale aclarar también que nunca pudo disimular el asombro por lo desmejorado que estaba, según sus ojos, el viejo Zuka. Pocas veces en mi vida vi ponderar tanto a una persona. Creo que ni a Maradona.
El hombre tenía una forma de hablar muy particular, se notaba que venía “de provincia” como se dice en Buenos Aires, y del litoral profundo me animaría a juzgar. Eso le otorgaba una tonada muy agradable y con ciertas muletillas; la que más usaba o la que mejor recuerdo era “guachamigo” y su dicción le daba una musicalidad hermosa que sonaba algo así: “guaaaaaaaachamiiiiiigo”.
Con la ansiedad un tanto controlada, arengábamos a Cirilo a sumergirse para develar el misterio, pero la parrilla oficiaba de freno, nadie quería dejar eso de lado y los vinos ya habían empezado a correr. Se fue comiendo lo que primero estaba listo con entendible discreción. Todos sabíamos que había que empezar el trabajo que hasta el momento no parecía tedioso.
– Me tomo otro vinito y bajo, dijo el buzo guiñando un ojo y moviendo la cabeza como dando a entender que estaba fuera de juego.
– ¿Tomás vino antes de bajar? Le dijo el Chango con su modosidad británica y su voz prolija.
– ¡Noooo! Es que este vino no se toma todos los días….
Y repitió por enésima vez: “pero Zuka qué lindo verte… recuerdo cuando entrabas a Prefectura… ¡cómo te miraban las minas, hasta los milicos te miraban!”. Y se fue hacía su bote para ir poniéndose el equipo que no era menos precario que su canoa. A pesar de esto, sabía de su reputación como buzo táctico en los clubes del río. Lo llaman siempre que desaparece algo y él lo encuentra, lo sabe perfectamente y se regocija por eso. Sabe también que la mayoría de sus clientes viven holgados.
– Primero hay que buscar la pendura y ahí empezar a buscar el resto, dijo el táctico mientras se seguía poniendo el equipo.
– Sí, sí, la pendura es fundamental acotó alguien desde arriba.
– Bueno, ¡estoy listo! exclamó Cirilo que, con la indumentaria puesta, trasmitía algo de ternura… Y voy a precisar que alguien venga conmigo en el bote así me sostiene “el narguile” dijo. Ahí comenzó un desconcierto general. Hasta ese momento, yo a un narguile lo usaba para fumar y nunca lo había escuchado en otro ámbito. Nos miramos entre todos, aunque todos me miraban a mí.
– Sos el más joven… me dijo Luigi simulando que le molestaban las hojas de la cubierta mientras las barría para desentenderse de la situación.
– Voy con vos Cirilo. De paso aprendo un poco. Subí al bote y nos fuimos remando con un palo hasta “la pendura”, como repetía hasta el cansancio. Yo seguía sin entender absolutamente nada. Pero ayudaba.
– Escuchame maestro, tu única función es que no se me enrede el narguile porque si no me muero como un chancho. ¿! Escuchaste bien!?
– Sí sí, pero explicame un poco. ¿Qué es el narguile?
– ¡Por donde respiro flaco!, es la manguera que me lleva el oxígeno…
– Ah ok ok no sabía, no te pongas nervioso…
– No, pero si se dobla me muero como un chancho.
El estrés que me dio pensar que su vida dependía de mí me contracturó y no paraba de imaginarnos sacando un cadáver con patas de ranas por no saber cómo manejar “el narguile”.
Luiggi seguía barriendo y había avisado que la parrilla estaba desenchufada así comíamos tranquilos cuando estuviera el trabajo finalizado, Zuka y el Chango conversaban en la popa, bien lejos de la pendura, de modo tal que, si había que hacer algo, ni se enteraban.
Cirilo tardaba en salir a la superficie y fueron aproximándose de a uno a la proa con cierta preocupación. Hacía ya varios minutos que se había sumergido y no había ningún indicio de movimiento. ¿Hiciste bien lo que te pidió?, me preguntaban en forma alternada y yo no podía sacar los ojos de donde suponía que estaba inmerso. Fue un momento complicado, nos mirábamos sin entender si estaba pasando algo terrible.
En unos minutos más irrumpe desde la superficie una carita que dice: ¡La ví, la ví, la ví, Guaaaaaachamiiiiigo que pedazo de ancla! Y ahí soltamos una carcajada aliviadora de la tensión que teníamos.
Subimos al barco y él daba la sensación de que por el solo hecho de haberla visto, daba por terminado el trabajo pero, dado que en su momento, había anticipado que sus honorarios no iban a ser magros, antes de que se sirviera otra copa de vino, le propusieron que se volviera a sumergir y empezara a destrabar todo ese universo abisal que se hallaba bajo el rio marrón. Se le estaban yendo las ganas y lo que había que rescatar era el ancla y cincuenta metros de cadena de un grosor importante.
– Con que recuperemos el ancla, ¡estamos hecho! dijo el hombre de la sumersión.
– Cirilo, el ancla y la cadena. Para eso te llamé y arreglamos lo que hablamos, dijo Luigi, un tanto desconfiado. No sabía si el buzo se estaba aprovechando de la situación o si su forma de ser era distinta a lo habitual.
– ¡Pero guaaaaaaaachamiiiiiigo que pedazo de ancla! Se escuchaba desde donde uno estuviese.
– Cirilo metete de nuevo y empezá a destrabar algo, lo que puedas, pero algo y vemos de tironear con el barco, dijo Zuka que se demostraba preocupado pero hambriento a la vez.
– Pero Zuuuukaaaa, ¡se daban vuelta hasta los milicos para verte! morocho, fachero, entrabas sacando pecho, que bárbaro y ¿qué te ha pasado? Qué crueldad…, repetía el buzo mirándolo con asombro. Y se alejaba hacia su embarcación sin sacarle la vista de encima. Había algo fuerte en el recuerdo del hombre. Zuka ni lo registraba.
Yo para esa instancia ya me dejaba llevar por la situación y todo me parecía cordial, pero todos querían que el buzo dejara la peña y se sumergiera para poder concluir el trabajo y finalmente poder comer el asado.
– Vos que sos compañero vení de nuevo conmigo pero no te distraigas con el narguile porque me van a ver morir como a un chancho, me dijo sin mucha amabilidad.
– No, no, te juro que no me voy a distraer, dale, vayamos… ¿por qué tengo que ver como un buzo se estrangula con su propio oxígeno y ser yo el responsable?, pensaba.
– Vos tenés que “sentirme”: cuando yo tiro, vos aflojá y, cuando vuelvo, vos “cobrá”
– Dale, dale, tirate tranquilo le aseguré mientras el calor ya me estaba diezmando la simpatía. Se me nota rápido.
Y otra vez…
– Arrimate a la pendura… eso es importante. Con eso ya estoy listo para todo.
Aún hoy sigo sin saber qué es la pendura, pero en ese momento me di cuenta de que ninguno manejaba ese término, aunque todos repetían pendura, pendura y Cirilo les levantaba el pulgar. Fue un momento inefable que a Fellini no se le hubiese pasado por alto.
El buzo se volvió a sumergir muy despacio, y a medida que iba bajando, yo le soltaba la manguera, y esta vez parece que le solté demasiado. Pasaron unos interminables minutos de nuevo, algún burbujeo, algún tirón de narguile pero nada relevante y yo no sabía si lo estaba asfixiando o estaba en la profundidad cumpliendo su objetivo. Fue desesperante. El hombre no era joven y además acusaba un largo y desprolijo recorrido, lo que hacía que sus movimientos fueran lentos. Al instante lo ví salir despacio a la superficie y con los ojos desorbitados que resaltaban a través del visor de sus antiparras me dice:
- ¡No tenés idea de esto flaco! Casi me muero, mirá el desastre que hiciste, mirá hasta donde llega la manguera, ¡pasa por abajo del barco! ¡me podías haber ahorcado con esa manguera!
Para que me entiendan, el táctico deja los tubos de oxígeno arriba del bote, conectados con una manguera a la que llaman narguile, de no menos de treinta metros, lo que le permite sumergirse pero si se le dobla o enreda, se corta el paso de oxígeno y su vida corre peligro, ¡una locura! Un momento de mierda.
– Te pido disculpas Cirilo, es la primera vez que hago esto, le dije y la verdad es que me quería poner a llorar.
– Ya está flaco, ya até el cabo al ancla, suban al barco y entre todos la levantamos y la subimos a mi canoa.
– Listo, vamos arriba, le dije haciéndome el preparado para la ocasión.
Empezamos a tirar todos de un cabo negro hasta ver subir el ancla de acero inoxidable que se reflejaba desde la profundidad, fue un momento de gloría, un trofeo logrado después de tres horas de trabajo. Una vez levantada, la pusimos en la canoa y luego, a fuerza de remo, nos arrimamos a la popa y la depositamos sobre la planchada del barco, subió Cirilo y ahí sí dio por terminada la faena.
– ¡Guaaaaaaaaachamiiiiiigo que hermosura!! Se escuchaba casi en tono de sapucay. Ahora si amigo, dale con el asado dijo.
– Cirilo, escuchame, falta la cadena, vale más cara la cadena que el ancla le dijo impaciente Luigi. Comamos si querés, pero el laburo no está terminado.
– Pero ya tenemos el ancla que es una hermosura, tenemos que estar contentos con haber logrado eso. Nunca imaginé que podíamos lograrlo, ¡semejante ancla! ¡guaaaaaachamiiiigo!
– ¿Te parece que se está haciendo el boludo conmigo, o él es así? Me cobra una fortuna por esto, me dijo Luigi en voz baja mientras daba vuelta el asado que habíamos retomado por tercera vez.
– Creo que no te está tomando de boludo, para mí que está cansado y no tiene idea de cómo sacar la cadena que está enganchada entre las ramas del árbol y a seis metros de profundidad. Siento que no quiere saber más nada le dije.
– Si nos sentamos a comer va a ser imposible seguir con el laburo después, dijo Zuka, que se había levantado pocas veces de la silla para ofrecer ayuda, pero tenía cierta licencia. Las adulaciones del buzo lo habían puesto en un lugar de privilegio.
– Bueno, apago otra vez la parrilla y nos ponemos hasta terminar el trabajo y si no lo resolvemos, lo dejamos. Son las cinco de la tarde ya, dijo Luigi resignado y entendiendo que no daba para más. Manejó bien la situación, no proponía cosas muy acertadas pero siempre transmitía calma al grupo.
– El Chango seguía con la mirada abandonada en el horizonte, un hombre con calma aparente cuya función era maniobrar de forma precisa y controlada el barco mientras se hacían los trabajos de rescate.
– Cirilo bajá por última vez y tratá de que la cadena quede lo más libre posible, hacé lo que puedas, entiendo que no es fácil pero hagamos el último intento, si lo lográs, trato de darle para atrás con los dos motores y que sea lo que tenga que ser, dijo el Chango y subió a la torre de mando.
La cadena se encontraba agarrada desde un extremo al malacate del barco, que también se nos había roto ni bien empezamos y el resto yacía enganchado desde hacía varios días en la profundidad.
– Es la última vez que bajo muchachos, no es falta de voluntad, es que no me queda más oxígeno en los tubos y estoy agotado. Hay mucha correntada allá abajo y me arrastra mucho. En serio.
– Dale, ¡la última vez! Y si no se puede, abandonamos el trabajo y mala suerte, no tiene sentido seguir y además nos va a agarrar la noche, dijo Luigi.
– Voy solo, no venga nadie a tenerme nada, solamente estén atentos por si me engancho con algo, nos dijo Cirilo mientras subía a su canoa para ir hasta la pendura y volver a bajar.
Estaba agitado y se agarraba mucho el pecho, algo le pasaba y no quería alarmarnos. Además la gente del rio, no me refiero a la que va en forma recreativa sino a la que vive del rio como los isleños, los pescadores y este hombre que trabaja en la profundidad, tienen algo en común con la gente del campo: les cuesta mucho mostrarse vulnerables. Pareciera que si lo hiciesen, la naturaleza no los perdonaría.
Llegó al punto de siempre, se terminó de preparar y descendió con cierto sigilo, como si estuviese bajando por una escalera. La conducta del hombre se estaba enrareciendo.
Tardaba, siempre tardaba, cinco o diez minutos son una eternidad en esas circunstancias. Podía quedar enganchado entre las ramas del árbol sumergido, con la cadena, con esa puta manguera que nunca entendí o quedarse sin oxígeno. Además, cuando lo vi agarrarse el pecho pensé en alguna descompensación cardíaca. Cada vez que bajaba, yo sufría.
No sé cuánto tiempo pasó. No la estaba pasando bien y pregunté con cierto resquemor si no le habría pasado algo y la respuesta unísona y colectiva fue: Mmm… la verdad que hace mucho que bajó ya, ¡qué cagada! Y los comentarios se empezaron a precipitar uno a uno: Encima le insistimos para que baje por última vez y él no quería. ¿Qué hacemos ahora? Apaguemos los motores por las dudas. Voy arriba a ver si veo algún indicio de algo, en fin… Y el hombre no daba señales de vida.
Minutos más tarde (minutos de quinientos segundos) una cabeza sale a la superficie marrón; el táctico extenuado que se tomó con sus dos brazos del borde de la canoa que permanecía estoica en la pendura.
Se subió lentamente levantando el dedo pulgar dando una señal de vida, se tiró sobre el piso como una morsa abatida y en un suspiro cansino dijo que la cadena ahora se encontraba algo “aligerada”.
Luigi al verlo tan entregado, saltó al agua desde la cubierta y nadó hasta la canoa, al querer subirse, ésta intentaba darse vuelta y se escuchaba el balbuceo de Cirilo que le pedía mucho cuidado con la vuelta de campana, que la embarcación es muy inestable y se iban a dar vuelta. Que por favor parara, que si se daban vuelta él se moría, que no tenía más fuerza.
Luigi optó por subirse montando la canoa desde la popa, sin poder evitar algunos daños a la embarcación. El buzo se daba cuenta, pero su debilidad le imposibilitaba cualquier tipo de reclamos. Soltaron el bote y se volvieron a remo hasta la popa del barco. Le dimos una mano al buzo para que pudiese bajar, lo sentamos, le sacamos la parte del equipamiento que llevaba puesto y lentamente empezó a presentar signos de recuperación. Es un hombre fuerte y está acostumbrado a las adversidades decía alguno de nosotros como dándonos aliento y quitando cargo de conciencia por haber insistido tanto.
Con la cadena supuestamente “aligerada”, pusimos en marcha el barco y de a poco fuimos avanzando para que se soltara. Esta vez la suerte estuvo de nuestro lado y la estrategia fue avizorando éxito. Entre todos levantamos a mano la cadena y, de a poco, la depositamos en la punta de la proa. El trabajo había llegado a su fin.
El hombre se tomó un vaso de agua y después otro. La respiración cobraba su ritmo normal y despacio empezó a integrarse a la mesa en la que, ya cayendo el sol, el asado finalmente se convertía en protagonista. Pidió un vaso de vino y después otro. Y un pedazo de carne y después otro. Veníamos a la deriva junto con la canoa para ir acercándonos a la ciudad y la apertura de la botella número siete fue marcando el momento culmine de un día complicado. Había un poco de incertidumbre por saber los honorarios finales de Cirilo, lo hablado de antemano fue una cosa y el trabajo realizado otra, sin tener en cuenta el peligro al que se sometió.
– ¡Qué bien que la estoy pasando! Decía el buzo mientras se seguía sirviendo vino y repetía su comentario de que esos vinos no se toman todos los días.
– Servite un pedazo más que hay mucho asado, al final no se comió nada, dijo el Chango mientras subía a encender los motores porque nos estábamos yendo contra unos troncos.
– ¡Por favor no, troncos no! Dijo el buzo imaginando otro momento negro.
– No, no. Tranquilo, estamos lejos.
– Bueeeeno, ya me voy preparando porque cuando pasemos la punta aquella me suelto y me voy para San Lorenzo, se está haciendo de noche y tengo un viajecito largo.
– El lunes hablamos así arreglamos todo, le dijo Luigi, con temor a tener que vender el barco para cubrir sus honorarios.
– Pero sí amigo, es lo de menos. Con lo bien que la estoy pasando, lo otro no tiene importancia.
– Llamalo a Zuka, ¡paga él! Le dijo el Chango y me miró con complicidad. Sabíamos que se venían loas.
– Si me puedo llevar esa tira de asado que nadie come, me voy feliz, dijo el hombre.
Se puso de pie, metió el pedazo de asado en una bolsa, miró a Luigi a los ojos y le dijo: no me debes nada, solo te voy a cobrar la nafta que gasté en venir hasta acá.
Nos saludó afectuosamente a cada uno, y dejó para lo último el despido con Zuka. El abrazo fue sentido y prolongado, lo aferraba y luego tomaba distancia para mirarlo y lo volvía a abrazar, así dos o tres veces y antes de saltar a la canoa, sacó su teléfono y le pidió de recuerdo una selfie con él. Quizás la guarde para toda la vida.