Publicado en: 10/02/2023 Mercedes Andrada Comentarios: 0

(A.Bioy Casares, in memorian)

A mi edad, cuando se comienza a valorar el tiempo -palpitando ya la fragilidad de los relojes- dos cosas son imprescindibles: la salud y la compañía de una mujer elegante.

La salud es azarosa, bien lo sé, mas a la mujer se la elige como yo la elegí a ella.

Todo en Cecilia emana una tenue distinción, no hablo de sus atuendos (esquivos a marcas ostentosas) sino de lo que la rodea como un halo y que resulta, por su frugalidad, imponente: los gestos, el movimiento de paloma de sus manos, su cabello que huele a hierba recién cortada y su mirada; su mirada que ve, escruta. La distinción, que no conoce de monedas ni mercaderes, resulta en ella natural.

Cecilia no esconde su edad, por el contrario, las finas líneas que el tiempo fue abriendo paso en sus ojos y su boca, magnificaron su personalidad. No pretende aniñarse, sus ropas son austeras y sólo unas perlas enmarcan su rostro. De alhaja un único anillo, que,  en un desconocido arrebato de afecto, le obsequié cuando caminábamos por la Plaza de Vendome y Boucheron distrajo mis impenetrables sentimientos. Lo coloqué a modo de alianza, nunca más se lo sacó. Es imponente sin ser perfecta, elegante aún en la desnudez.

Confieso una travesura. Suelo citarla en Presidente Bar -en calle Quintana- elijo una mesa alejada del ingreso y llego unos momentos antes. Me embriaga ver las miradas de los caballeros recorriendo su andar hasta mi encuentro, sabiendo que esa deseada mujer, es mía.

Compartimos con la misma devoción la Tocata y fuga en Re menor, como un buen vino o un sabroso ciervo sobre finas hierbas. El arte nos convoca y emociona en silencios de éxtasis. Cecilia se cobija con movimientos felinos en mi pecho y juega a descubrir figuras en el mármol de la chimenea. Con el crepitar del fuego, huelo su pelo y acaricio su cara, soñando con ella.

Recuerdo el día en que su mirada volviose líquida ante el Guernica, su barbilla temblando levemente y su mudo regreso hasta el hotel, tomada de mi brazo. Esa noche la amé intensamente. Cecilia lloró.

Si la perfección existiera, sería perfecta. Mas cuando los triunfos descansan ya en nuestras manos llega inexorablemente  la muerte.

Me distraigo y pienso que la perfección no existe, y si así no fuera, si estuviese equivocado, no sería logro ni festejo. Por el contrario, las cimas holgazanan y nos pierden en glorias pírricas. En cambio, lo que no ha llegado a ser acabado, lo imperfecto y lo ajeno, nos invita a la movilización, a la superación.

A la mujer debo pelearla. Mi amada Cecilia, vuélvete huidiza, necesito una llamada que me despierte del letargo para ganarte.

En las antípodas del histrionismo -horroroso sería- Cecilia no guarda secretos, es franca y casual, expresa misterios. Y los hombres – ¡ay de nosotros, los hombres! – necesitamos un mínimo atisbo de hermetismo, alguna respuesta evasiva que nos provoque el malestar de noches desveladas y días distraídos para descubrir el enigma, correr el velo al corazón palpitante. Como un elástico que de vez en vez temamos se corte y nos deje esa inquietud propia de la duda que valoriza al amado por temor a la pérdida .

Ella, por el contrario, ofrenda una entrega diáfana, no ofrece dudas sino certezas y, avergonzado debo confesar, que eso me aquieta, me aletarga. Y con el correr de los almanaques su entrega prístina me horada.

Aléjate de esa inexistente perfeccion, mi amada, de la entrega indiscutible,  de esta propiedad inviolable que no merezco.

No seas tan mía, despierta mi arcaico deseo de caza. Vuélveme primitivo.

Pues necesito una fuga, un rompecabezas incompleto, descubrir una fisura en tu porcelana, un lunar en tu piel indiscutible, una desazón, una opacidad  que me invite a pulir tu esplendor y a desentrañar, que me encuentre desesperado e insomne, afiebrado, desposeído, que me vuelva guerrero.

Temer tu ausencia y que con ella mi cuerpo enferme, volverme polvo y languidez. Vulnerable, presintiendo tu lejanía. Hazlo por mí si en verdad me amas.

Así fueron transcurriendo mis años, sintiendo yo que comenzaba a caminar los camino del desamor. Claramente no pude hablar de ello con nadie, menos aún con ella, sintiéndome miserable por la incompletud de asumirla propia. Ese es el motivo por el que dejé simplemente que el tiempo pasara, sin alentar la relación, dejándola sola, que fluyera sin impulso de mi parte.

Nuestro trato se me fue volviendo gris, como el indiferente vínculo con la ciudad que habitamos. No tanto por rutina como por su entrega incondicional y cotidiana, la transitamos sin guía ni asombro, nos encuentra ciegos, la atención se escapa, y ya no percibo ni admiro tus ojos, sus plazas, tus caderas, sus avenidas. Sus árboles ni tu presencia. Ansío un desvío, una calle cortada que me obligue a descubrir un cerezo, una ausencia en tu mirada, una casona, un surco en tu boca.

Ya no me reconozco en tus reflejos y fachadas. Tus calles ya no son mas las mías.

Una tarde de otoño decidí deshacerme de rutinas y quebrantos. Dejé de caminar por Quintana y cambié mi rumbo, nuestras melodías y sabores. Caminé por lugares que no nos pertenecían buscando encontrarme solo en nuevos sitios que me pertenezcan solo a mi. Caminando por Retiro entré en Florería Atlántico, me senté junto a la ventana y ordené un macchiato para incluso separarme del apenas cortado.

Absorto en mi levedad no advertí el vidrio empañado con minúsculas gotitas que dibujaban extrañas figuras y me dejé llevar por mis absurdos cavilaciones. En mi ventana se guarecía una pareja de una llovizna sin pronóstico y sentí una profunda envidia. Se aman, pensé.

Se abrazaban con naturalidad, tapándose descuidadamente con sus abrigos, entre risas y coqueteos infantiles, la cabeza de ella en el pecho de él.

Sentí rencor, una insatisfacción que me quemaba las entrañas. No podía entender qué era lo que me pasaba con Cecilia, qué me alejaba. Complejo es el ser humano que no valora lo que se le da, y vaya a saber qué arcaico sentimiento de pertenencia eclipsa la entrega de una mujer maravillosa, alejándose a paso firme hacia tierras nuevas.

Algo detuvo mis cavilaciones, llamando mi atención: en los dedos que buscaban el cuello del extraño, estaba el Boucheron.

No me moví. Aguardé el tiempo suficiente para que la llovizna amainara. Descubrieron sus rostros, se besaron y tomados de la mano salieron de mi vista hacia vaya a saber qué nido definitivamente ajeno.

Comprendí con esa desazón de lo verdadero e irreparable que era Cecilia. Mi Cecilia, finalmente regalándome dudas, desdeñando mis otrora certezas.

Me sentí febril, aunque enérgico, conmovido por una nueva batalla, se me volvió cerezo y casona el porvenir.

Salí del bar atontado, sin rumbo ni descanso. Caminé por Juncal bordeando la esquina hasta encontrar la ventana, guarida de los amantes. El sol encegueció mis ojos y mi mente, las veredas y los vidrios estaban secos. ¿Pues no había llovido? ¿Un recuerdo falso, balance de mi fragilidad? Sentí enloquecer. Un latigazo pegó  en mi pecho, doblándome en dos.

¿Una mala jugada de mi cuerpo ya añoso?. Una ironía. No, ahora no, no Vida. No me traiciones. Debo pelear.

No había nadie. Un brillo llamó mi atención y encontré su alianza en el alfeizar de la ventana.

La tomé en mis manos. Quebrado, ansioso, aunque feliz.

El dolor me impedía seguir, mis oídos se volvieron zumbido y las veredas lodo y cielo. En una bruma inquieta fui desvaneciéndome lentamente, sin aliento y suplicante. Vida, no me abandones en ésta lucha.

Mi último pensamiento fue hacia esa secreta mujer a quien amé como nunca antes lo había hecho.

 

 

 

Autor:
Mercedes Andrada

 

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