Publicado en: 28/09/2024 Graciela Roselli Comentarios: 0

Anuncian por altavoz la próxima parada. Un alargado bocinazo suena estremeciéndolo. Hacía más de veinte años, desde que los ferrocarriles fueron desmantelados, que Néstor no viajaba en tren a su pueblo natal. En muy pocas ocasiones, mientras su madre vivía, había regresado, pero siempre fue por otros medios. Después, ya nada le quedaba que lo obligara a volver.

Casi había olvidado cómo se ven los campos desde los rieles. Las ondulaciones de distintos verdes confluyen a lo lejos palideciendo con el resplandor del sol.

Acaba de terminar la época de cosecha. Las gaviotas vuelan atolondradas intentando atrapar los pequeños trozos de granos todavía suspendidos en el aire o a algún que otro gusano que encuentren desprevenido por ahí.

Se incorpora y observa, mientras camina lentamente hacia la puerta, la alternancia de luces y sombras, calor y frío, que se filtra por las ventanillas reflejándose en su cuerpo. Ese juego que hace el sol para despertar a las taperas que lentamente se desperezan.

Apenas desciende lo envuelve el aroma del pan recién horneado de la panadería de los hermanos Molinari. ¿Todavía existe? Recuerda las mañanas de domingos cuando iban con el abuelo a comprar el pan y las tortitas negras más tiernas que haya probado en su vida. Esperaban en el andén a que pasara el tren de las nueve para que Néstor saludara a los pasajeros y luego cruzaban, de la mano y sin soltarse por nada del mundo, condición indeclinable de su madre para dejarlo ir y que cumplían sin cuestionar.

Pasaban un rato por el bar del Club Independiente a saludar a los amigos del abuelo. Viejos anarquistas que se juntaban a hablar de política mientras jugaban a las cartas tomando grapa, inmersos todo el día en aquel antro brumoso. Néstor, aprovechando que ahí nadie le iba a decir “andá a lavarte las manos antes de comer” o “basta, que te va a hacer mal”, abría la bolsa de cartón marrón y saboreaba gustoso y sin restricciones sus tortitas negras.

Luego pasaban a comprar el diario y un chocolate con sorpresita para Nestito, como lo llamaba el abuelo, y cruzaban nuevamente las vías para volver a casa.

Espera en el andén a que el tren continúe su camino. Se oye el silbato del guarda. Solo él bajó allí y nadie subió. Percibe ese característico hedor de la estación, mezcla de “olor a viejo”, baño público y creolina.

Mientras cruza hacia el otro lado se detiene sobre los rieles, que todavía conservan el frío de la noche, para sentir en las plantas de sus pies el palpitar de la mole de hierro que se aleja. Otro bocinazo perfora sus oídos. Una bandada de palomas sale disparada y, con un intenso crepitar de alas, plaga de plumas el aire y el cielo.

Camina las dos cuadras que lo distancian de la que fue su casa hasta los dieciocho años. Siempre vivió atrás de la vía. Nunca estuvo claro en relación a qué había un adelante y un atrás, pero el pueblo se dividía así. El colegio estaba adelante de la vía, donde las calles eran asfaltadas y estaban los locales comerciales. Las canchitas de fútbol estaban atrás, donde todavía las calles eran de tierra. Adelante se hacían las sueltas de globos, atrás las de palomas. La sede del club estaba adelante y el campo de deportes atrás. Las salidas a bailar eran adelante y los encuentros amorosos atrás. No había una lógica expresa, pero todos conocían cuál era el adelante y cuál el atrás. Solo la lluvia y el tren los igualaba. Cuando llovía, llovía adelante y atrás de la misma manera, y las vías pertenecían a los dos lados por igual.

Ve los galpones de la estación de ferrocarril que eran el lugar de encuentro con los pibes, ahí se refugiaban. Los primeros años se escapaban a la hora de la siesta para las competencias de equilibrio sobre rieles y frotar las piedras de las vías para hacer chispas. Después, cuando la mirada de los adultos ya era más relajada, pasaban ahí horas y horas divagando y fumando los primeros puchos.

Acá nos encontrábamos con el Turquito, recuerda. Él vivía adelante de la vía y a media cuadra del colegio. Cuando salíamos pasábamos por su casa a buscar el mate y nos veníamos para la estación. Tardes enteras hablábamos sobre la vida y la muerte, haciendo planes para cuando nos fuéramos del pueblo. Soñábamos con ir a la ciudad a estudiar, a trabajar o a lo que fuera.

Cuando cumplimos los dieciocho yo tomaba el tren para irme a la ciudad a estudiar y el Turquito lo tomaba para el otro lado porque le había tocado la colimba. Nos despedimos con la idea del pronto reencuentro. “Turco, qué sabrás vos de armas”, le decíamos riendo. “Te van a cambiar la lapicera por un fusil y la poesía por una escoba”.

¿Qué sabía el Turquito de fusiles? ¿Qué sabía el Turquito de guerra para que lo llevaran a Malvinas? El Turquito no sabía qué estudiar, pero quería estudiar. Amaba leer y escribir poesía. Quería ir a la ciudad y terminó hundido en el mar helado. Tan lejos de la ciudad. Tan lejos de nuestros rieles.

Néstor camina saboreando el aire, sin apuro. Un barrilete rojo y azul surca el cielo y se esconde en la alameda. A lo lejos un gallo canta desgañitándose, ¿será por la culpa de haberse quedado dormido?

A medida que avanza todas las miradas se posan en el forastero, observando con intriga hacia dónde se dirige. Aunque sepa de memoria cuántos pasos hay desde las vías hasta la que fue su casa, ahora es un extraño en su tierra.

Dos ancianas charlan en la vereda y lo saludan familiarmente. No tiene idea de quiénes son, tampoco ellas saben quién es él.

Varios perros lo acompañan todo el camino hociqueando en silencio sus tobillos. El barrilete vuelve a abrirse paso entre las copas de los álamos. Una leve brisa lo acuna y su cola se despliega al máximo.

Dobla la esquina y ve la casa, tan familiar y tan lejana ahora. Afuera, como lo esperaba su madre cuando volvía del colegio, ahora lo espera la escribana con una joven pareja. Él esboza una sonrisa y se presenta. Prefiere no entrar, ya la inmobiliaria se ocupó de dejar todo en condiciones. La escribana le entrega los papeles. Él se acomoda en el pilar de la entrada para firmarlos y se los devuelve.

-Sabe Néstor, le dice la chica, mi abuelo también era de atrás de la vía. Tal vez lo recuerde, agrega entusiasta. Se llamaba Eduardo Serra. Habrá sido más o menos de su edad.

Él hace un exiguo esfuerzo de pensamiento y rápidamente le dice: no, no lo conocí. Y al ver la desilusión en el rostro de la chica después agrega: tal vez de vista.

Luego, enmendando su seca respuesta, al entregarles la llave les dice:

-Hoy detrás de esta puerta una hermosa historia se cierra y otra nueva se abre.

Les extiende la mano y se va.

Se acerca caminando despacio hacia la estación de ferrocarril. Divisa, entre las ramas de los álamos, pequeños fragmentos azules y rojos que bailotean en un vaivén alocado. Una intempestiva ráfaga se filtra entre las hojas y saca al barrilete de su escondite, empujándolo hacia el cielo turquesa donde ahora navega rítmicamente. El viento arremete otra vez dándole un nuevo aventón que lo eleva y lo aleja más y más, hasta convertirlo en un pequeño punto violeta en la inmensidad.

Faltan algunas horas para tomar el tren de regreso. Cruza para sentarse en una mesita del Club Independiente a tomar un café. Cuando entra al bar todas las cabezas se dan vuelta para mirarlo y sin decir palabra vuelven a lo suyo. La escena que recuerda se repite, aunque los viejos de ahora no son tan efusivos e histriónicos como eran los amigos del abuelo.

Mientras sorbe el café repite para sí “Eduardo Serra, Eduardo Serra”

Se oyen a lo lejos los primeros sonidos del tren acercándose. Llama al mozo y le paga. Saluda con un gesto a los parroquianos que le responden con un leve y lento movimiento de cabeza. Se acerca a la estación y sube, sabiendo que esos rieles lo llevarán nuevamente lejos, pero esta vez para nunca más volver. Ya no le quedan motivos para hacerlo.

El silbato del guarda y los bocinazos van marcando los tiempos y tímidamente el gigante de hierro comienza a tomar velocidad.

Se acomoda en su asiento asombrado de lo lejano que estaba en sus recuerdos lo que sucede aquí, los sonidos, los olores, la vida, la muerte, los animales, las plantas y ese tal Eduardo Serra del que no puede acordarse.

El pueblo quedó atrás y las verdes ondulaciones van pasando como imágenes proyectadas por la ventanilla. Alcanza a ver a dos caranchos disputándose los trozos de carne resecos de los restos de un perro. Y de repente un jirón de recuerdo asoma en su cabeza. Ve, parada en la vereda del descampado donde tenían la canchita, con su delantal enharinado y en chancletas, a la madre del Chimango Serra gritando: “Eduardito, a tomar la leche” y sonríe.

 

 

 

Autora:
Graciela Roselli

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